Que te encuentres escuchándome en este momento. Ya sé que en todo caso, leyéndolo. Imagínate escuchándolo a tu oído. Todo esto. Que es lo último. Y un vaho erizándote las mejillas y el cuello. Si fuera una serpiente, sentirías mi piel de serpiente enrollarse en tu cuello. Si fuera un virus, tus arterias estarían ahora paralizándose, y me sentirías cundirte. ¿Conoces la palabra cundir? Algo así. Más no soy un reptil. Piensa en un caballo paralítico que ha aprendido a conectarse a internet. Para expresar lo que sus patas ya no sienten. Normalmente habría sido sacrificado. Un sacrificio para evitarle el dolor. O suicidádose. Un suicido para denunciar la inclemencia del retraído asesino. Más no vivo cerca de acantilado alguno así que tecleo con la lengua, eso lo sabes. Conoces mi lengua. No te gusta. Has fingido que te gusta. Ahora puedes retirarte el disfraz, de otro modo no escucharás el tecleo: mi lengua sobre cada tecla. ¿Conoces la lengua de los caballos? Cada golpe podría ser el compás de sus cascos. Es una lengua enorme para teclas tan diminutas. Retírate el disfraz, desnúdate. ¿Qué disfraz elegiste para hoy? ¿Una beata de yeso? ¿Una figura de poliuretano inyectado? ¿Un elefante cuyos colmillos le han sido recientemente extirpados? Un elefante sacrificado para satisfacer un placer sencillo. ¿Te sacrificarías tú para evitarte el dolor? ¿Lo solicitarías? A un profesional. Quien se disolvería en tu círculo íntimo sin que le advirtieras. No te haría siquiera una invitación, sino que al menor de tus suspiros -si acaso te asaltan aún-, tu paladar se humedecería con alguna bebida que él mismo haría derramarse por tu garganta. No creerían tus ojos mirarle tan cerca. Un ejecutor de primer mundo. Entrenado para liberarte de eso que te cunde. Luego te seduce. Luego te asfixia. Luego acomoda lo que tu cuerpo ha derrumbado o lo que tus garras han arañado: resana el tapiz, sustituye la copa estrellada, aspira los cristales, no utiliza cloro para tu sangre sino sal. Luego hace creer a quienes te han amado, que te has suicidado. No, ninguno de tus disfraces, corresponde al suicida. Toma el teléfono. Llama al retratista. Es una llamada de urgencia. De vida o muerte. Que te pinte. Que consigas mientras lo hace, ver los trazos. Como Velázquez con las infantas. Y en cada trazo, pincelada o escurrimiento, sabrás que es así como te he conocido. Un retratista para la corteza cerebral del cuadrapléjico. Un retratista para hacerte imborrable. Y sumergir lo delicado del retrato en un paisaje atroz. En el que se imagina un mundo. Cualquier ciudad. Una con bruma o lluvia casi permanente. Otra donde el petróleo flota en la marea que la circunda. Una en otoño.
Quiero que escuches esto, resoplando en tu espalda el jadeo de un caballo y en su lengua, esto último.
...de caballos, gatos, serpientes y al final, el Hombre.
ResponderEliminarGracias por compartir, un beso.