Cuando en tus oídos es Love Walks in de Van Halen, el sencillo de 1986. Cuando esos acordes inevitablemente te transportan al nebuloso inicio de tu andar por la ciénega -un cazador de cocodrilos, un pescador de serpientes gigantes-. Cuando te hallas frente a este monitor y sabes que tal vez para siempre, te han abandonado tus letras. Cuando es público el lugar en el que te encuentras porque cualquier reducto privado, cualquier indicio de intimidad, podría colocarte en la inclinación suficiente como para caer de muchos metros de altura -saltarías desde una cumbre rocosa, volverías a la cornisa de tu adolescencia, con el tráfico y tu padre cruzando delante-. Cuando sabes que una autosecuestro es lo que has hecho acontecer en ti. Cuando sabes que si sonríes para los días o tus seres amados, es sólo porque kilómetros de desolación han de ser cubiertos con el comportamiento de los esperanzados. Cuando, en fin, aquí, en este café público y climatizado, público y recubierto de madera plástica y vasos reciclables; cuando en fin aquí, aguardando como aguardaría en su celda el carmelita a que su voto de silencio cumpla su plazo; cuando en fin aquí, tecleando para la inutilidad -la futilidad de todo aquello que no arrojará ningún cero a tu cuenta bancaria, ningún beneficio para el porvenir, nada para especular alguna ganancia venidera-. Cuando en fin, aquí, tú, frente a la fotografía de un pingüino en el "lugar más triste y más maravilloso del mundo", desde el que sabes, podrías observar el espectáculo que por única vez en tu vida, verías antes de ya no volver a parpadear, apretar o abrir para humedecer tus ojos. Llegas en fin, a imaginarte ahí, siempre te has imaginado ahí, desde siempre te has sabido ahí, y desde siempre también, has sabido que tu ansia de bailar, no obedece a otro deseo que al de deslizarte a su lado, en la nieve y el hielo perpetuos sobre tu panza. Ya has intentado el deslizamiento. Ayer mismo, la lección no pudo sino llevarte ahí, a tu paraje helado, con tus amigos saltando al vacío. No son tus amigos. No te conoces. No los conoces. Porque ellos no hablan entre ellos. Ellos caminan. Se deslizan -sobre sus panzas-. Cantan. Y saltan. Y conforme la voz de Sammy Haggar te dice que era un departamento en el que vivías y que era en un cuarto interior en el que apostabas tu oído a la bocina del antiguo Track system de tu padre para escuchar los éxitos a tus nueve o diez años. Van Halen sonaba entonces. Los pasos de tu padre se aproximaban entonces. Hoy les echas de menos. Ante todo, los pasos de tu padre con sus pantuflas cafés. Ante todo, el olor de la cólera de tu madre. Ante todo, una torre vigía -tu litera, a no más de 1.80 m. de altura sobre el nivel del piso, a no más de 1.60 m. de altura sobre el colchón de tu hermana a la que te habías unos años antes, dado a la tarea de cuidar. Tú y tus amigos. Osos polares. Osos grises. Osos grizzlies -Yogui entre ellos-. Así que, no sabrías como será que esta tarde devendrá. Así que, apenas y logras darle alguna coherencia a cualquier letra -y con todo lo que de se espera de ti, con todo y lo que tu decepción, te ha devuelto de ti-. Así que hoy, tal vez te moverás poco. Sabrás que nunca en vano han sido estos días. Todos estos días. Que al menos te han colocado aquí. Dando paso a una puesta de sol reflejada en los cristales de la nieve, rezagados sobre tus plumas.
No hay comentarios:
Publicar un comentario