Ese día, te hallarías sentado sobre lo que de ausencia, ha quedad como sillón para los atardeceres, ese sofá para la bioquímica y la cuántica inevitables, ese colchón para la recolección de armamento oxidado y artefactos de guerra en deshuso: piensa en un rifle semiautomático años 40's, piensa una artillería de morteros, dibuja a tu lado, en el posabrazos, una bayoneta para cuando se extinga el parque. Ahí esa tarde estarías o no, extraviado o sonriendo un poco al viento cristalino que generalmente, anticipa las lluvias que el verano debe a los huracanes y al cambio climático y su deshielo.
Ven, aunque te sobre el miedo y el deseo de hacer estallar uno o dos o tres cuerpos, porque por esos preceptos acerca de la vida humana o su dignidad, sé que no se despierta en ti el mínimo sobresalto: tu pulso, el reloj atado al mecanismo de la dinamita o de la glicerina de nitrógeno imbuída. Ven. Vienes. Te acercas. Y en tus ojos se advierte cómo es que no seremos de quienes nos dé por de la vida, celebrar sus inútiles esfuerzos por perpetuar el desastre. De haber estado tú en la oficina oval, habrías hecho cuanto necesario hubiese sido, para que los misiles atómicos hubieran recorrido el planeta. Más estarías ahí, tu culo desprovisto, tus huevos contraídos, la pestilencia en tus ingles -ya regresa esa fascinación por la repulsión-, tu lengua áspera y dispuesta a atorar el paso de la laringe o la tráquea. Estarías en ese sillón antesala, desde el que como en un cristal de Gesell, tu mundo puede ser observado, y ante el cual, esa náusea de Sartre o esa tristeza de Steiner, esa perseverancia inútil de Molloy y esa satisfacción de Malone al término de una vida, dedicada a Nada.
Nada.
Lo inaceptable
Lo reprobable
Lo injustificable
Nada.
Nada.
Has de verte muy pequeño sentado en ese sillón por las tardes, no han de alcanzar tus piecitos a rozar siquiera el piso, y el posabrazos como hombro inexistente, a la altura del oído, te desvaneces ahí, porque nada ha pasado y todo ha sido arrasado.
Nada.
--
Mil abrazos
¿Si no, dónde recogeríamos nuestros escombros?
José Alberto Gallardo
Teatro de la Brevedad
Director
martes, 26 de julio de 2011
sábado, 23 de julio de 2011
El desánimo o un Elogio para la sonrísa
La posibilidad de ejercer el desánimo, como si de un acto continuo se tratara, como si de la manifestación de un derecho fuera el impulso; la posibilidad de entregarse a esa especie de pendiente o recta final, el tipo de últimos kilómetros que ansían quienes han atravesado el desierto con nada más que un galón de supervivencia.
Un día, es esto lo mejor que puede darse de uno; un día, no más entusiasmo para la posteridad, no más esperanza como pretexto para los peces que nadan bajo los hielos perpetuos; un día, hoy, es esto lo más y mejor que un hombre que no es malo, consigue otorgar al día, su día. No más intentos, no más escombros por recoger, no más días pretendiendo que es en construirse, en completarse, en advenir la felicidad mediante sonrisas imperdurables, que la existencia consiste. Un día para considerar que consiste en nada y que la nada, no es el espacio para de ilusiones ser llenado; sino para el paulatino y constante desánimo hasta la extinción.
Mañana, que habrá amanecido sin embargo, la mano derecha que abriría el paso de combustible al motor monocilíndrico, se entregará al desánimo, y lo vivirá a plenitud.
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Mil abrazos
¿Si no, dónde recogeríamos nuestros escombros?
José Alberto Gallardo
Teatro de la Brevedad
Director
Un día, es esto lo mejor que puede darse de uno; un día, no más entusiasmo para la posteridad, no más esperanza como pretexto para los peces que nadan bajo los hielos perpetuos; un día, hoy, es esto lo más y mejor que un hombre que no es malo, consigue otorgar al día, su día. No más intentos, no más escombros por recoger, no más días pretendiendo que es en construirse, en completarse, en advenir la felicidad mediante sonrisas imperdurables, que la existencia consiste. Un día para considerar que consiste en nada y que la nada, no es el espacio para de ilusiones ser llenado; sino para el paulatino y constante desánimo hasta la extinción.
Mañana, que habrá amanecido sin embargo, la mano derecha que abriría el paso de combustible al motor monocilíndrico, se entregará al desánimo, y lo vivirá a plenitud.
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Mil abrazos
¿Si no, dónde recogeríamos nuestros escombros?
José Alberto Gallardo
Teatro de la Brevedad
Director
Una duela que crujía
Cuando a lo más, mientras escuchaba su voz, se giraba él hacia el costado derecho, la mirada desplegada sobre el techo y los brazos sueltos, el torso desprotegido no como usualmente -siempre alguna defensa, siempre un mínimo de alerta- y el viaje que de ida y vuelta, da inicio y término en breves segundos: al anillo de meteoritos entre Marte y la Tierra, a un geyser en Islandia, al fondo de un huracán en el Pacífico, y específicamente hoy, a conversaciones íntimas mientras escucha aún su voz. Tal vez habla de un largo día con el sinnúmero de desconocidos, quizá se trata de los últimos sucesos, en algún momento, creyó escuchar acerca de la venta nocturna para proveer de sonrisas cierta parte de la ciudad. Más en su íntima conversación, ha de persistir con certeza, esa pregunta agotada, a la que hoy, curiosamente, cree reconocer recorriendo ése pasillo adosado al muro interior de cierto edificio en el borde de la colonia Condesa, la calle de Choapan, a una cuadra de Patriotismo. Ahí, en ese departamento que crujía y olía a mil batallas en las que debió omitirse retirar los cadáveres; ese departamentito humilde: un pasillo de entrada y de inmediato, al lado derecho un baño en el que había cubetas para suplir el mecanismo de suelta de agua, a la izquierda la primera recámara, donde dormía su abuelita con su esposo al que siempre consideró abuelito; seguía otra recámara, de más antigüedad provista y un espejo y un armario o clóset de los que se sobreponen y tienen cajones y son de madera a prueba de la rudeza de la humedad y el tiempo; se abría luego la estancia, grande o para ese entonces, inmensa: una sala con una tele de las que todavía al apagarse, extinguían su imagen de manera concéntrica, hacia un diminuto punto de luz al centro del cinescopio, a la derecha, y todo ello sobre duela crujiente, un librero horizontal a donde al llegar, su deseo de desparramaba hacia unos juguetes sin dueño o quizá de su abuelito, quizá de muchos o de nadie: caballos, un cañón, un indio, el llanero solitario, un vehículo como carreta. Más allá, el comedor, en el que le ilusionaba cenar pan de dulce que el abuelito solía comprar en "La espiga"; luego, la cocina que olía a orines de gato y entonces, el pasillo adosado al muro interior del edificio. Un pasillo de solera, de acero, tembloroso y ruidoso. Por ahí, contando él con diecisiete años, con una boinita de los años 20´s echada de lado sobre la frente y un pantalón ajustado y botas; mirando a su abuelita preparar sus infaltables frijoles, llegó a preguntarse, ¿quién soy ahora?. Ida y vuelta en pocos segundos. Viaje cuántico a la recurrencia y a lo curjiente, porque todo, absolutamente todo, cruje. Pasé algunas tardes ahí -consigue ya en el recorrido de vuelta, recordar aún-, mi abuelita me recibía, me decía "señor torero", tenía el cabello completamente blanco, un día la vi morir frente a mí, en paz.
A lo más, un girar sobre el costado y todavía con esa voz flotando en el que se supondría, es el mismo espacio y tiempo -porque no se sabe a dónde se encuentra en realidad el escucha, y es probable, que en horas bajas como las que este tiempo extraviado atraviesa; se halle a años luz -porque aunque es competencia de las materias de la física y la cuántica, podemos asegurar aquí, en estas torpes letras, que el pensamiento y más aún, el crujir del corazón, rompe incluso, la magnitud año luz-.
A lo más, la mirada desplegada en el techo, que cruje también.
A lo más, un girar sobre el costado y todavía con esa voz flotando en el que se supondría, es el mismo espacio y tiempo -porque no se sabe a dónde se encuentra en realidad el escucha, y es probable, que en horas bajas como las que este tiempo extraviado atraviesa; se halle a años luz -porque aunque es competencia de las materias de la física y la cuántica, podemos asegurar aquí, en estas torpes letras, que el pensamiento y más aún, el crujir del corazón, rompe incluso, la magnitud año luz-.
A lo más, la mirada desplegada en el techo, que cruje también.
miércoles, 20 de julio de 2011
30,000 ft.
No es lo que has hecho, lo que tu imaginación y algunos recuerdos, te han hecho creer que has logrado; no es ese agujero inmenso -detrás del esófago-, a 30 mil pies de altura, despresurizado y sin posibilidad de una máscara que le suministre oxígeno; no es tampoco el miedo acumulado, por esa especie de extreñimiento provisto de alegría, -esas carcajadas o esa esperanza por la felicidad venidera-; no es alguien en el asiento contiguo, leyendo acerca de la Fe, esbozando esa sonrisa de Mona Lisa, con la que tú mismo, te imaginas antes de correr a una de las señales "exit", para girar el mecanismo y arrojarte. La Buena Prensa, es la editorial de la entusiasta que ahora hace anotaciones sobre el texto, destaca algo y suspira, al parecer, en efecto, la Fe la ha acogido. No es que por ese instante, te vuelva la consciencia de que por lo pronto; nadie acogerá tu miedo, no la hermosa oficial de vuelo de la clase turista a la que has admirado a través de la cortina que segrega la cabina, durante el vuelo; tampoco los fornidos oficiales de la clase turista, supones que tampoco el capitán o el navegante. No, no se trata tampoco del miedo; no es Paul Gimalli en los monitores; no es que estando en el asiento del pasillo, te sea imposible cumplir lo que añorabas antes de documentar: haber sido el afortunado al lado de la ventanilla para apreciar el despegue, el crucero y el aterrizaje, porque como a papá, te fascinan los aviones. Tampoco es que de un momento a otro, te halles ya frente a esa zona de guerra que fue tu hogar, y que tras la última guerra mundial, debió ser ya, reducido a cenizas. Son los segundos quienes de tu aliento, sustraen partículas inacabadas, es tu vida a cada segundo, filtrándose por los contornos de la cabina presurizada; porque sabes, que absolutamente nada, hay por delante; sabes, que eres una millonésima de esa plaga destructiva que tu especie es; que sin ti, la historia terminará escribiéndose igual, y que de cualquier modo, tendrá ese ansiado fade out final.
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Mil abrazos
¿Si no, dónde recogeríamos nuestros escombros?
José Alberto Gallardo
Teatro de la Brevedad
Director
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Mil abrazos
¿Si no, dónde recogeríamos nuestros escombros?
José Alberto Gallardo
Teatro de la Brevedad
Director
martes, 12 de julio de 2011
Imagen de Buenos Aires
No es lo que imaginas, sino allá a donde inevitablemente, te conducirá tu falta de aliento: allá a donde estarás, quizá tú, que te hallas dentro de las ruinas que ya has visitado y que te habían ya entonces, arrancado el aliento de un sorbo; el valle inmenso al que solo la serenata del viento conmueve y en el que bajas de un bosque como si cada ruina, tuviera su propio camino su propio desierto incluso; allá caminas contra el muro de piedra y agua de lo que un día, debió ser un hogar mutuo y al que ya sólo, el frío acude a cubrirse del sol o de las noches especialmente largas.
Cae delante de ti, o no alcanza a caer porque le lomo de un caballo la ha sostenido, alcanzas a mirar sus cascos, incluso la grupa o la crin al viento que en tu pantalla particular, reduce el cuadro, lo alfombra, le vuelve en tu lengua terciopelo o una llanura empapada.
Sostienes después su cuerpo, cuando el relincho lo ha dejado en tus brazos y cuando escucha como es que los cascos de los caballos se alejan.
Te preguntarás entonces, porqué es que con esta tinta seca escribes.
Los rastros, son...
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Mil abrazos
¿Si no, dónde recogeríamos nuestros escombros?
José Alberto Gallardo
Teatro de la Brevedad
Director
Cae delante de ti, o no alcanza a caer porque le lomo de un caballo la ha sostenido, alcanzas a mirar sus cascos, incluso la grupa o la crin al viento que en tu pantalla particular, reduce el cuadro, lo alfombra, le vuelve en tu lengua terciopelo o una llanura empapada.
Sostienes después su cuerpo, cuando el relincho lo ha dejado en tus brazos y cuando escucha como es que los cascos de los caballos se alejan.
Te preguntarás entonces, porqué es que con esta tinta seca escribes.
Los rastros, son...
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Mil abrazos
¿Si no, dónde recogeríamos nuestros escombros?
José Alberto Gallardo
Teatro de la Brevedad
Director
lunes, 11 de julio de 2011
Los días
Fueron esos años, han sido los días; han sido las horas, más el extravío de mil serpientes dentro de los huesos o el espacio vacío entre los músculos, algunas arterias, quizá los años, quizá los días.
Cuanto ha percibido esa galaxia incierta para los desterrados, la que todavía mil o dos mil años, acaso millones, aguardará la señal que algunos esperanzados, lanzaron al espacio exterior: ese silencio para las serpientes y ese suspiro para los osos polares.
Han sido los días por los que se escribe y serán los años para quienes una escritura sin letras y de sólo alientos, irá diluyendo el canto de los leones marinos o el aullido de las hienas, en la sabana de leones, cebras y ñús desierta.
Vi a un torero antiguo, niño prodigio en su día, llenar de sudor la mañana helada; vi a los soñadores colgar de un carro de ferrocarril sin rumbo, y algún rugido, algún rugido; y al interior de las bocas que ya no tienen nombres que saborear en sus lenguas, y al interior, en el túnel de sus gargantas, las serpientes y otros reptiles con garras, cual sanguijuelas prensados al interior del esófago y los intestinos.
El telón de los maniáticos, el escenario de los dementes, la audiencia de los extraviados, esa psicosis, esa fascinante pelea a muerte para la nada.
Y después, nada...
Nada.
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Mil abrazos
¿Si no, dónde recogeríamos nuestros escombros?
José Alberto Gallardo
Teatro de la Brevedad
Director
Cuanto ha percibido esa galaxia incierta para los desterrados, la que todavía mil o dos mil años, acaso millones, aguardará la señal que algunos esperanzados, lanzaron al espacio exterior: ese silencio para las serpientes y ese suspiro para los osos polares.
Han sido los días por los que se escribe y serán los años para quienes una escritura sin letras y de sólo alientos, irá diluyendo el canto de los leones marinos o el aullido de las hienas, en la sabana de leones, cebras y ñús desierta.
Vi a un torero antiguo, niño prodigio en su día, llenar de sudor la mañana helada; vi a los soñadores colgar de un carro de ferrocarril sin rumbo, y algún rugido, algún rugido; y al interior de las bocas que ya no tienen nombres que saborear en sus lenguas, y al interior, en el túnel de sus gargantas, las serpientes y otros reptiles con garras, cual sanguijuelas prensados al interior del esófago y los intestinos.
El telón de los maniáticos, el escenario de los dementes, la audiencia de los extraviados, esa psicosis, esa fascinante pelea a muerte para la nada.
Y después, nada...
Nada.
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Mil abrazos
¿Si no, dónde recogeríamos nuestros escombros?
José Alberto Gallardo
Teatro de la Brevedad
Director
viernes, 8 de julio de 2011
Para un día
Ahora sí puedes escribir, ahora sí; puedes, por ejemplo, dar forma a los rollos de tu Mar Muerto e inventarte un evangelio particular para los atardeceres lluviosos, algo que te acompañe para que de los ángeles, su oculto rostro y del canto de los serafines, consigas algo comprender, tú, el que lleva consigo un cuarto de revelado por memoria y cientos de metros de cinta por corazón. "hay que imprimir" -te dices- y echas una pobre mirada a esas mareas que se alejan, que no vuelven, que desaparecen con el canto de las últimas gaviotas de la tarde. Te gustas para ti y un relato de alguien que bajo la tormenta, camina cubriendo con su cuerpo de ella, a la mujer que ama, que ya no ríe, cuyo reflejo de los charcos, ha sido sustituido por los aceites del estruendo. Esta es tu sonata para los sueños, es éste, tu segundo para verte y escribirte acerca de ti. Como en el iglú, el esquimal escribe, y aguarda por el trineo del mensajero que no hará, sino devolverle su propia carta ceniza, cuando seis meses después, el sol dé paso a la Aurora boreal. El esquimal dará entonces un saltito de alegría.
Y así cada año, unas letras para la nada.
Y así cada año, unas letras para la nada.
jueves, 7 de julio de 2011
Waisted time
El Cáncer
Y luego estaba esa estrella soviética que traía tatuada en el brazo, cerca del codo. Entonces así, como para hacer la plática:
-¿Y esa estrella? ¿Eres comunista?
-Sí
-El comunismo se acabó, ¿no te enteraste?
-No
-Vaya
-¿Qué?
-Nada, es, siempre he querido hacerme un tatuaje
-¿Eres gay?
-No, no, ¿por que´?
-No sé, me pareció
-Ah, bueno, pues, pues la verdad, nunca me atreví.
-Es una decisión importante
-¿Sí?
-Eso que quieres que haga
-Ah, sí, eso, bueno, ya, ya lo pensé y...
-Y ya lo decidiste
-Exacto.
-¿Listo?
-¿Eh? Sí, sí. Sí, claro.
-Siéntate
-¿Dónde?
-Donde quieras, es tu casa
-Sí, claro
-Ahí está bien. No, mejor en el baño, en la taza.
-¿Ahí?
-Esto puede provocar cierto, efecto y soltarte los intestinos, sería asqueroso que te encontraran sentado en tu mierda seca.
-Ah, sí. Aunque, bueno, pero, ¿está claro que, que no quiero, que... que acordamos que esto no va a doler, cierto?
-Cierto, pero va a oler.
Me dio una risita, ahogada, torpe, algo como el contratiempo antes de estornudar (hi, hi, hi...)
-Siéntate, perdón, pero tengo otra cita
-¿Para...?
-Con mi novia
-Ah. ¿Tienes novia?
-¿Qué creías, que era qué o qué?
-No, no, nada, o sea, qué... ¿le cuentas de esto, de tu trabajo?
-Sí, todo
-¿Todo?
-Sin nombres
-Ah, claro
-Una vez mencioné uno, creyó que era su psicólogo; enloqueció, no sabría que hacer sin él, desde entonces, nada de nombres. Quiero evitarle cualquier... sobresalto.
-Ah, que, que listo.
-Siéntate
-¿En la taza?
-Sin pantalones
-Claro
-Aunque, tengo que calcular tu caída, ¿tienes una toalla?
-Eh... sí, claro, ahí, en la cortina de la regadera, colgada.
-Permíteme
-Ajá
Se dejó caer, desde el escusado, colocó ahí, donde chocó su cráneo rasurado y brillante con el mosaico -tock-, una pequeña marca.
-¿Cuánto pesas?
-Eh...mmm... no sé
Sacó una báscula portátil.
-Quítate los pantalones
-¿Cómo?
-Y los calzones
-Ah... ¿ya, así?
-Es para pesarte
-Ah
Me pesó, luego sacó una libreta, realizó alguna ecuación o regla de tres, midió a ojo la marca y colocó la toalla a unos centímetros.
-Ya, siéntate
-Ah, sí
-Tienes la verga chiquitita
-¿Perdón?
-Tu tilín, es pequeñísimo
-Ah, ¿sí? Sí... es que... tengo miedo.
-Tranquilo, no va a doler, siéntate
-Eh, sí, gracias.
-¿Estás seguro de que seguiste todas mis instrucciones?
-Eh, sí, todas
-El ayuno, las cartas, las llaves, etc.
-Sí, todas
-Okey, este es el momento. ¿Quieres cerrar los ojos?
-No
-Okey, pero no me mires
-No
-¿El dinero está completo, cierto?
-Cierto, incluso he puesto más
-No era necesario, pero gracias. ¿No quieres que se lo devuelva a...?
-No
-Okey. Relájate
-Ajá
-Cárgate un poco hacia la derecha
-Ajá
-¿Listo?
-Sí
-Buen viaje
-Gracias, un placer haberte conocido
-Sí
Algo así imaginé que podría ser, mi última conversación, con el cumplidor de deseos -por su página de internet y a la que se accede siendo específico en la búsqueda: "asistencia + para + mi + suicidio".
martes, 5 de julio de 2011
Tultepec
Tenexac, Tlaxcala
Al matador, al maestro Mariano Ramos, le gustaba -ignoro sí aún disfrute de ello-, ponernos a prueba a los torerillos que nos le acercábamos para aprenderle algo y para que ojalá, nos invitara a torear.
Esa mañana, el matador volvió a "plantarme", y cuando le llamé del lugar de la cita, simplemente me dijo: "Llegas a Tultepec, y ahí preguntas por el rancho del doctor." Tultepec es inmenso, con una densidad demográfica que hace del lugar un involuntario laberinto. No obstante, me aventuré, tomé un camión y luego una pesera y por una extraña suerte, di con el mencionado rancho.
Se sorprendió el matador cuando me vio entrar, traía conmigo, mi inseparable lío, mi inseparable capote y el corto envuelto en él.
"A vestirse, torero". Entramos a una de las recámaras, donde lucía impecable, su traje de charro rematado en piel el bordado y con abotonadura de oro. Yo me vestí a un ladito, con mi calzona ya cosida de varios cates, mis botos casi sin suelas, herencia de Isaac Huerta, la camisa, el chaleco de mi amado y añorado vestido de cruceta de oro -"como los que ya no hay", según "El Canario", a quien debo haber conocido este maravilloso universo del toreo-, un ancho listón por faja.
Se trataba de un festival en la plaza de toros de Tultepec, a la que yo había acudido un año antes a torear animales toreados, una tarde en la que junto a "El Corzo", le sacamos las vueltas a un toro toreado, con cerca de 400 kgs.
En el cartel, hasta donde recuerdo: Rafaelillo, El Breco, Mariano Ramos y alguno más que no consigo atraer a la memoria. Cuadrillas de la Unión, picadores y banderilleros; entre ellos, los de confianza del maestro. El "Patas Verdes", como siempre y desde hacía años, de mozo de espadas.
Recién llegamos, el matador reunió a las cuadrillas y me echó uno de sus gritos característicos "¡Muchacho, venga pa´ acá!" "¿Matador?" Y con su absoluta e incuestionable autoridad, indicó a los de la Unión: "Aquí el torero va a banderillar a todos los toros". Los de plata, ese día enfundados en sus cortos, asintieron. No cabía yo del orgullo, aunque tampoco del miedo. Eran 4 novillos grandes, de Don Humberto de la Peña, que habrían de promediar unos 400 kgs. No obstante, y por alguna razón, acaso la sonrisa que advertí en el matador, su confianza, su generosidad; me sentí torero esa tarde y sin pensarlo, al cambiarse el tercio del primero de la tarde, ya estaba yo con las banderillas en la mano derecha. Me gustaba un gestito: dibujaba una cruz con ellas en la arena y luego, como había visto hacer cientos de veces a los banderilleros, les untaba saliva a los arpones.
"Pedrín" simplemente me dijo "A echarle cojones, yo estoy atrás"
Y así, echándole todos los cojones y alegría posibles, puse 12 pares de banderillas. En el último, el novillo del matador hizo hilo por mí y me estrelló contra la barrera de concreto; de inmediato la rodilla derecha se me inflamó, no le presté mayor atención, porque supuse que al matador le enojaría mucho que descompusiera a su novillo.
Mariano Ramos, uno de los mejores toreros de la Historia, comenzó a bordar a su novillo, primero andándole, luego pudiéndole y finalmente, corriéndole la mano a placer, larguísimo, con la cadencia que sólo los maestros consiguen imprimir a esa tela roja tensada en un palillo.
Le habría dado ya unas cinco o seis tandas, la plaza se caía y el ruedo estaba lleno de sombreros y prendas.
Entonces, ocurrió aquello que guardo en la memoria como uno de mis tesoros, de ésos de los que suele echar mano uno, en las horas más bajas, acaso una como la que atravieso con estas letras:
El matador plegó su muleta y volteó hacia donde estaba yo, me miró con profundidad y esbozando esa sonrisa sarcástica que tanto denotaba de su sabiduría, me gritó: "¡Muchacho, ¿traes muleta?!"
Yo por supuesto, no traía, pues el matador me había invitado a banderillear y sólo traía mi capotito.
Pero el "Patas Verdes", sapiente de esto más que el Duque de Veragua, contestó por mí al tiempo que me arrojaba una de las muletas del matador "¡Sí trae matador!"
Me armé y le pegué una tanda, sólo una tanda a un novillo extraordinario. Fueron tres derechazos y el de pecho ya un poco apretado, pero sentido. Fui feliz durante los segundos que aquellos cuatro pases duraron, me di incluso el lujo de levantar la mirada al tendido y recibir los aplausos de quienes ya se hallaban extasiados por la faena del maestro.
"Gracias matador", debí decirle al tiempo que volvía a la barrera. El matador sonrió "Venga muchacho"
Me tapé feliz, recuerdo todavía al "Patas Verdes" recogiendo la muleta de mis manos y diciéndome "Enhorabuena torero"
El matador terminaría cortándole el rabo a ese extraordinario novillo.
Yo no me despegaba del maestro, orgulloso, quería que incluso quienes no habían presenciado el festival, supieran que ese día, él, Mariano Ramos, me había dado uno de los regalos más maravillosos que he recibido en mi vida. Transcurrió luego la comida, el matador bebió feliz, yo únicamente estuve sentado, con el corto puesto, viendo como mi rodilla crecía -cuando nos desvestimos, tuve que cortar la calzona porque no me salía por lo hinchado de la rodilla-.
Ya de regreso, el matador venía flamenco, feliz, cantando todo el repertorio de José José. Nos detuvimos todavía en un puesto de tacos.
Y ya llegando al departamento que compartía con su mujer de entonces, en la Colonia del Valle, en Avenida Coyoacán, el matador volteó a verme al asiento trasero de su suburban azul en la que viajábamos: "Oye torero, si tú quisieras, podrías ser figura del toreo. Hoy has estado muy bien. Pero para serlo, tienes que mandar a la chingada a todos: a tu familia, a tus amigos, a mí y a ti mismo"
Esa frase, jamás ha dejado de resonar en mi memoria.
Como tampoco, el enorme cariño y agradecimiento que le guardo a ese torero extraordinario, a ese ser humano sin par, que todavía torea y se llama Mariano Ramos.
Acerca del Miedo
Mantuve una estrecha relación con mi miedo, durante los años en los que intenté hacerme torero. Y digo "hacerme", porque a pesar de lo mucho que me ha dolido, no conseguí serlo del todo, me faltaba valor. Y de ahí, que nuestra relación hubiera sido tan fructífera.
Que si no aprendí bien la técnica, que si no debí irme a pueblear, toreando ganado manso y cebú, que si no debí torear tantas vacas toreadas -para no "desconfiarme"-, que si debí escuchar más a mis amados maestros -Don Gato (Armando Hidalgo +), Pepe Luis Vázquez, El Montañés, Ricardo Balderas, Mariano Ramos y mi entrañable amigo Gilberto Ruíz Torres-, que si debí ingresar a la escuela taurina de Guadalajara o haber intentado más lo de "Pastejé"... de todo ello, no me ocuparé en estas líneas, sino de mi mencionado "affaire" y sus fructíferas y generosas manifestaciones:
Recuerdo en particular dos tardes:
La primera en un pueblo al que nunca más he vuelto y del que guardo apenas un borroso recuerdo: Quebrantadero, en Morelos, a no sé cuantos minutos u horas de Cuernavaca, adentrado en lo más caluroso y bravo del estado y al que llegamos en un camión de segunda "El ahijado de la Muerte", Mario "Luzbel" y yo. Veníamos de haber recorrido otro par de pueblos, eran los primeros días de enero y mientras "Luzbel no cesaba en su imparable discurso, "La Muerte" se ufanaba orgulloso: "Terminamos el año toreando y lo comenzamos toreando" (habíamos, los últimos días de diciembre, estado en Santo Tomás Ajusco y no recuerdo qué otro pueblo.)
Llegamos a Quebrantadero y lo primero que hicimos fue acudir al templo, pintoresco y ahora no sé si los confundo, pero creo que era aquél en el que el cementerio se encontraba en el atrio y donde las aplicaciones ornamentales para destacar la beatitud de las figuras dolientes, eran de oro auténtico. -Repito, no sé si estoy confundiendo el pueblo, pero sí recuerdo a "El ahijado" comentarme que la gente solía llevar consigo un desarmador o espátula, a fin de raspar un poco del dorado recubrimiento, según él, conocía a un lugareño que se había mandado hacer un diente con el material obtenido del retablo de algún santo o Cristo agonizante.-
Después de echar un refresco y un trago de aguardiente, llegamos a lo que se supone, sería la plaza: Un cercado inmenso sobre un terreno irregular que seguramente vio alguna cosecha meses atrás y de ahí los surcos aún visibles; había camiones al rededor y mucha gente adentro (vendedores de dulces, coheteros, vaqueros a caballo, borrachitos). En un corral aledaño, el encierro que se correría: Como veinte animales, cruza de criollo y cebú, que debieron promediar los 700 kgs. Apacibles, rumiaban y esperaban el pretal y al valiente jinete que haría las delicias de los asistentes. Cornamentas viejas, con muchos anillos, no todas en puntas pero inmensas, como del tamaño de una pierna cada pitón.
Ya desde el recorrido en el desvencijado camión, dentro del calor sofocante y en compañía de mis pintorescos, algo marihuanos y valientes camaradas, iba yo entablando el diálogo con mi miedo, aquél que comenzaba con un susurro que me acariciaba las piernas, enfriándolas, como si se introdujeran en un balde lleno de cubos de hielo; y que avanzaba lento pero decidido hacia mi abdomen, pasando por mi sexo que se reducía al mínimo. Seguía después una especie de sofocación a pequeña escala: me costaba respirar hondo y sentía la taquicardia propia del ansia. En mi cabeza, procuraba calmarme con pensamientos multitonales: Desde un: "Venga, no es para tanto, tú sabes torear, ya lo has hecho, ya les has podido a este tipo de anmales" hasta : "Pinche maricón de cagada, ¿qué no quieres ser torero?, ¿qué crees que sintió Joselito en Las Ventas con el manso de Cortijoliva (Joselito era y ha sido, mi ídolo, el mejor torero que ha habido y un entrañable y secreto amigo)" y luego: "Puta madre, esto no es el toreo, esto no es ser torero, yo soy torero de Arte...". Mi miedo, no se desorientaba con facilidad, sino que al contrario, avanzaba certero, después por la garganta, secándola, haciendo rasposa la lengua y luego apoderándose de todo mi gesto, paralizándolo casi. Pero ya llegados a la plaza y apersonados con quién sabe quién que fungía de quién sabe qué en la feria -que duraría nueve días y a la que nos invitaba a quedarnos-, fue un comentario del principal, el que consiguió desencadenar de mi miedo, todo su entusiasmo: "Y usté" -se dirigió a mí-, "..se ve que usté es el más valiente" (Soltó una carcajada "El ahijado de la Muerte") "... pa´usté es "El Diablo" "¿Ah sí?" "El diablo cada año mata a uno en este pueblo, y figúrese, ya lleva como siete años viniendo, y viera como lo quiere la gente"
"La Muerte" me palmeó y luego dijo "Bueno torerazos, pues a vestirse que hay que hacer el paseo" y soltó otra carcajada. "Vestirse", en realidad consistía en quitarse el cinturón a fin de evitar que un toro nos prendiera de él, ponerse en su sitio un paliacata o faja con cierto nudo de fácil desate, fajarse bien, remangarse un poco los jeans sobre las botas y acomodarse un poco la camisa, dejando las pertenencias (llaves, cartera, monedas) en el "lío". Y "hacer el paseo", era simplemente recargarse en las trancas a la espera de que fueran saltando una a una las moles con el jinete tratando de someterlas. Lo más común, es que los jinetes no querían que les diéramos capotazos, así que, o esperábamos a que el jinete hubiera sido lanzado al aire, o nos "atravesábamos" a fin de robar las únicas embestidas con cierta fiereza de esos toros.
En cuanto "Luzbel" o "La Muerte" fueron a algún tendejón cercano por otro trago, mi miedo me había ya invadido por completo y sentía unas irrefrentables ganas de evacuar, pues mi estómago se hallaba absolutamente disuelto por él. Así que me eché a andar a la carretera, con un nudo en la garganta y el dolor de no poder, con el llanto igualmente atado, me subí al primer autobús que pasó, rumbo a Cuautla.
La segunda fue muchos años después de lo de Quebrantadero, como tres o cuatro. Se había arreglado una novillada sin cuadrillas pero con picadores, en Uruapan, Michoacán. Quien nos invitó aseguró que el ganado era de buena procedencia, con sangre de San Mateo y su principal argumento era que "El Santanero" en persona -picador y caporal de San Mateo-, supervisaría el desembarque y picaría la novillada. Así, nos embaucamos Jacobo Medina, "El Viti", Rogelio Gutiérrez y yo. Y a nuestra vez embaucamos a Arturo Venegas como peón de confianza de todos y a Jorge Rodríguez Patiño como fotógrafo oficial. Iba con Rogelio y Jacobo, Manolo Cruz, un gran maestro de la vida y del toreo y mozo de espadas sin igual, que ha servido las toledanas a figuras como Guillermo Capetillo, Manzanares y creo que hasta al propio Tomás. Hemos de haber llegado al rededor de las 7 de la mañana, desayunamos algo y nos encaminamos al cortijo "Los Bribiesca", donde se llevaría a cabo el festejo.
Llevaba yo varios meses entrenando muy fuerte, pues acababa de recuperarme de los cuatro meses de terapia después de que un toro en Atoyatempan, Puebla, me rompiera la cápsula articular del hombro derecho. Tras la terapia, intenté de todo: viví un tiempo en La Gloria -el rancho que Marcelino Miaja tiene en Querétaro y que administra junto con Pepe Chafik-; entrené con José Rubén Arroyo y Jerónimo en Puebla -donde llevaba a cabo mi rehabilitación- y corrí cuanto pude y entrené más. Así, que según yo, estaba en mi mejor momento físico. Había además acudido a unas tres tientas en mi amada Tlaxca, en las que no había estado mal.
Cerca de las 11, nos asomamos a los corrales a ver los animales: un muestrario de tipos, pesos, tamaños y pintas. Había uno, huarachón y pinto, con pitones anchos y mirada de vaca lechera -un "media casta seguro", pensé-, con unos 350 kgs, no obstante estar algo escurrido. Quien organizaba me dijo: "Tú eres el más toreado, éste es pa ti." Me sentí orgulloso y sonriendo dije "Claro, venga". Entonces comenzaron a despuntarlos, porque ninguno de nosotros tenía carné de la Asociación de Matadores, porque no había enfermería y sobre todo, porque nadie quería echarse el compromiso de alguna cornada.
Amarraron entonces al pinto huarachón y de su pacífica apariencia, surgió la furia de su escasa sangre brava: el novillote comenzó a rematar contra la pared de ladrillo y de un momento a otro, ante nuestra atónita mirada, derrumbó como si fuera de arena y ladrillo a ladrillo, el muro.
Mi miedo se hizo más presente que nunca, volvió a atenzarme la garganta y aguadarme el estómago, a enfriarme las piernas y a sobrevenir la taquicardia. Sofocado, seco, muy asustado, les dije que tenía sueño, por el viaje nocturno. Todos coincidieron y en un cuarto, nos acomodamos a echar una siesta.
Entre las 12 hrs. aprox. y las 15, en las que debimos vestirnos, no pude dormir nada, apenas escuchaba los ronquidos de alguien y veía el vestido "Catafalco y oro" -que había pertenecido a Manolo Martínez-, que me prestó Venegas para ese día con ansiedad, miedo y terror.
Nos vestimos, la taleguilla me quedó fenomenal, la casaca también, me miré al espejo y me dije "Venga, que eres un torero, coño"
Partimos plaza -de cuya memoria, una fotografía conservo-. Y fue el huarachón, el primero de la tarde.
El toro, de media casta y manso por tanto, no tomó con franqueza ningún capote, y cuando lo puse al caballo para que "El Santanero" le diera la primera vara y vi cómo se escupía, tirando patadas con los cuartos traseros, no pude recordar a Joselito en su memorable tarde en Madrid, con aquél manso al que lidió y mató en medio del clamor; sino que únicamente, pude sentir cómo, de todos mis músculos se ausentaba la fuerza y cómo, como si hubiera corrido un maratón, un agotamiento se apoderaba de mí.
Hube de ir a un burladero y pedirle agua a Manolo Cruz.
La lidia continuó accidentada, el manso no se dejó picar, cogió y encueró a Venegas en un par de banderillas y ya con la muleta, se me coló mil veces, aunque le paré en una tandita de derechazos -todo lo que aguanté-, y finalmente, tras unos dos mil pinchazos, el toro dobló de aburrimiento.
De regreso a México, en la terminal, Manolo Cruz me dijo una de las frases más honestas y que más hondamente recuerdo: "Tú no puedes ser torero. Le pegaste una tanda, viste que el toro pasaba aunque se colaba. Si quisieras ser torero, te habrías dejado pegar la cornada. Piénsalo bien, no te engañes"
Un par de meses después, en San Luis Ajajalpan, Puebla, y tras otro diálogo con mi miedo, acabaría arrancándome el añadido, llorando y con un dolor del que quizá, hoy, no he conseguido desprenderme, pues me sorprendo pegando "capotazos" con una toalla, rematando, y alzando la mirada, suponiendo que una multitud me aclama, desde el tendido de la Plaza México.
Pero todo esto, ese miedo, nada tiene que ver con el que hoy, sin diálogo de por medio, se hace presente.
Que si no aprendí bien la técnica, que si no debí irme a pueblear, toreando ganado manso y cebú, que si no debí torear tantas vacas toreadas -para no "desconfiarme"-, que si debí escuchar más a mis amados maestros -Don Gato (Armando Hidalgo +), Pepe Luis Vázquez, El Montañés, Ricardo Balderas, Mariano Ramos y mi entrañable amigo Gilberto Ruíz Torres-, que si debí ingresar a la escuela taurina de Guadalajara o haber intentado más lo de "Pastejé"... de todo ello, no me ocuparé en estas líneas, sino de mi mencionado "affaire" y sus fructíferas y generosas manifestaciones:
Recuerdo en particular dos tardes:
La primera en un pueblo al que nunca más he vuelto y del que guardo apenas un borroso recuerdo: Quebrantadero, en Morelos, a no sé cuantos minutos u horas de Cuernavaca, adentrado en lo más caluroso y bravo del estado y al que llegamos en un camión de segunda "El ahijado de la Muerte", Mario "Luzbel" y yo. Veníamos de haber recorrido otro par de pueblos, eran los primeros días de enero y mientras "Luzbel no cesaba en su imparable discurso, "La Muerte" se ufanaba orgulloso: "Terminamos el año toreando y lo comenzamos toreando" (habíamos, los últimos días de diciembre, estado en Santo Tomás Ajusco y no recuerdo qué otro pueblo.)
Llegamos a Quebrantadero y lo primero que hicimos fue acudir al templo, pintoresco y ahora no sé si los confundo, pero creo que era aquél en el que el cementerio se encontraba en el atrio y donde las aplicaciones ornamentales para destacar la beatitud de las figuras dolientes, eran de oro auténtico. -Repito, no sé si estoy confundiendo el pueblo, pero sí recuerdo a "El ahijado" comentarme que la gente solía llevar consigo un desarmador o espátula, a fin de raspar un poco del dorado recubrimiento, según él, conocía a un lugareño que se había mandado hacer un diente con el material obtenido del retablo de algún santo o Cristo agonizante.-
Después de echar un refresco y un trago de aguardiente, llegamos a lo que se supone, sería la plaza: Un cercado inmenso sobre un terreno irregular que seguramente vio alguna cosecha meses atrás y de ahí los surcos aún visibles; había camiones al rededor y mucha gente adentro (vendedores de dulces, coheteros, vaqueros a caballo, borrachitos). En un corral aledaño, el encierro que se correría: Como veinte animales, cruza de criollo y cebú, que debieron promediar los 700 kgs. Apacibles, rumiaban y esperaban el pretal y al valiente jinete que haría las delicias de los asistentes. Cornamentas viejas, con muchos anillos, no todas en puntas pero inmensas, como del tamaño de una pierna cada pitón.
Ya desde el recorrido en el desvencijado camión, dentro del calor sofocante y en compañía de mis pintorescos, algo marihuanos y valientes camaradas, iba yo entablando el diálogo con mi miedo, aquél que comenzaba con un susurro que me acariciaba las piernas, enfriándolas, como si se introdujeran en un balde lleno de cubos de hielo; y que avanzaba lento pero decidido hacia mi abdomen, pasando por mi sexo que se reducía al mínimo. Seguía después una especie de sofocación a pequeña escala: me costaba respirar hondo y sentía la taquicardia propia del ansia. En mi cabeza, procuraba calmarme con pensamientos multitonales: Desde un: "Venga, no es para tanto, tú sabes torear, ya lo has hecho, ya les has podido a este tipo de anmales" hasta : "Pinche maricón de cagada, ¿qué no quieres ser torero?, ¿qué crees que sintió Joselito en Las Ventas con el manso de Cortijoliva (Joselito era y ha sido, mi ídolo, el mejor torero que ha habido y un entrañable y secreto amigo)" y luego: "Puta madre, esto no es el toreo, esto no es ser torero, yo soy torero de Arte...". Mi miedo, no se desorientaba con facilidad, sino que al contrario, avanzaba certero, después por la garganta, secándola, haciendo rasposa la lengua y luego apoderándose de todo mi gesto, paralizándolo casi. Pero ya llegados a la plaza y apersonados con quién sabe quién que fungía de quién sabe qué en la feria -que duraría nueve días y a la que nos invitaba a quedarnos-, fue un comentario del principal, el que consiguió desencadenar de mi miedo, todo su entusiasmo: "Y usté" -se dirigió a mí-, "..se ve que usté es el más valiente" (Soltó una carcajada "El ahijado de la Muerte") "... pa´usté es "El Diablo" "¿Ah sí?" "El diablo cada año mata a uno en este pueblo, y figúrese, ya lleva como siete años viniendo, y viera como lo quiere la gente"
"La Muerte" me palmeó y luego dijo "Bueno torerazos, pues a vestirse que hay que hacer el paseo" y soltó otra carcajada. "Vestirse", en realidad consistía en quitarse el cinturón a fin de evitar que un toro nos prendiera de él, ponerse en su sitio un paliacata o faja con cierto nudo de fácil desate, fajarse bien, remangarse un poco los jeans sobre las botas y acomodarse un poco la camisa, dejando las pertenencias (llaves, cartera, monedas) en el "lío". Y "hacer el paseo", era simplemente recargarse en las trancas a la espera de que fueran saltando una a una las moles con el jinete tratando de someterlas. Lo más común, es que los jinetes no querían que les diéramos capotazos, así que, o esperábamos a que el jinete hubiera sido lanzado al aire, o nos "atravesábamos" a fin de robar las únicas embestidas con cierta fiereza de esos toros.
En cuanto "Luzbel" o "La Muerte" fueron a algún tendejón cercano por otro trago, mi miedo me había ya invadido por completo y sentía unas irrefrentables ganas de evacuar, pues mi estómago se hallaba absolutamente disuelto por él. Así que me eché a andar a la carretera, con un nudo en la garganta y el dolor de no poder, con el llanto igualmente atado, me subí al primer autobús que pasó, rumbo a Cuautla.
La segunda fue muchos años después de lo de Quebrantadero, como tres o cuatro. Se había arreglado una novillada sin cuadrillas pero con picadores, en Uruapan, Michoacán. Quien nos invitó aseguró que el ganado era de buena procedencia, con sangre de San Mateo y su principal argumento era que "El Santanero" en persona -picador y caporal de San Mateo-, supervisaría el desembarque y picaría la novillada. Así, nos embaucamos Jacobo Medina, "El Viti", Rogelio Gutiérrez y yo. Y a nuestra vez embaucamos a Arturo Venegas como peón de confianza de todos y a Jorge Rodríguez Patiño como fotógrafo oficial. Iba con Rogelio y Jacobo, Manolo Cruz, un gran maestro de la vida y del toreo y mozo de espadas sin igual, que ha servido las toledanas a figuras como Guillermo Capetillo, Manzanares y creo que hasta al propio Tomás. Hemos de haber llegado al rededor de las 7 de la mañana, desayunamos algo y nos encaminamos al cortijo "Los Bribiesca", donde se llevaría a cabo el festejo.
Llevaba yo varios meses entrenando muy fuerte, pues acababa de recuperarme de los cuatro meses de terapia después de que un toro en Atoyatempan, Puebla, me rompiera la cápsula articular del hombro derecho. Tras la terapia, intenté de todo: viví un tiempo en La Gloria -el rancho que Marcelino Miaja tiene en Querétaro y que administra junto con Pepe Chafik-; entrené con José Rubén Arroyo y Jerónimo en Puebla -donde llevaba a cabo mi rehabilitación- y corrí cuanto pude y entrené más. Así, que según yo, estaba en mi mejor momento físico. Había además acudido a unas tres tientas en mi amada Tlaxca, en las que no había estado mal.
Cerca de las 11, nos asomamos a los corrales a ver los animales: un muestrario de tipos, pesos, tamaños y pintas. Había uno, huarachón y pinto, con pitones anchos y mirada de vaca lechera -un "media casta seguro", pensé-, con unos 350 kgs, no obstante estar algo escurrido. Quien organizaba me dijo: "Tú eres el más toreado, éste es pa ti." Me sentí orgulloso y sonriendo dije "Claro, venga". Entonces comenzaron a despuntarlos, porque ninguno de nosotros tenía carné de la Asociación de Matadores, porque no había enfermería y sobre todo, porque nadie quería echarse el compromiso de alguna cornada.
Amarraron entonces al pinto huarachón y de su pacífica apariencia, surgió la furia de su escasa sangre brava: el novillote comenzó a rematar contra la pared de ladrillo y de un momento a otro, ante nuestra atónita mirada, derrumbó como si fuera de arena y ladrillo a ladrillo, el muro.
Mi miedo se hizo más presente que nunca, volvió a atenzarme la garganta y aguadarme el estómago, a enfriarme las piernas y a sobrevenir la taquicardia. Sofocado, seco, muy asustado, les dije que tenía sueño, por el viaje nocturno. Todos coincidieron y en un cuarto, nos acomodamos a echar una siesta.
Entre las 12 hrs. aprox. y las 15, en las que debimos vestirnos, no pude dormir nada, apenas escuchaba los ronquidos de alguien y veía el vestido "Catafalco y oro" -que había pertenecido a Manolo Martínez-, que me prestó Venegas para ese día con ansiedad, miedo y terror.
Nos vestimos, la taleguilla me quedó fenomenal, la casaca también, me miré al espejo y me dije "Venga, que eres un torero, coño"
Partimos plaza -de cuya memoria, una fotografía conservo-. Y fue el huarachón, el primero de la tarde.
El toro, de media casta y manso por tanto, no tomó con franqueza ningún capote, y cuando lo puse al caballo para que "El Santanero" le diera la primera vara y vi cómo se escupía, tirando patadas con los cuartos traseros, no pude recordar a Joselito en su memorable tarde en Madrid, con aquél manso al que lidió y mató en medio del clamor; sino que únicamente, pude sentir cómo, de todos mis músculos se ausentaba la fuerza y cómo, como si hubiera corrido un maratón, un agotamiento se apoderaba de mí.
Hube de ir a un burladero y pedirle agua a Manolo Cruz.
La lidia continuó accidentada, el manso no se dejó picar, cogió y encueró a Venegas en un par de banderillas y ya con la muleta, se me coló mil veces, aunque le paré en una tandita de derechazos -todo lo que aguanté-, y finalmente, tras unos dos mil pinchazos, el toro dobló de aburrimiento.
De regreso a México, en la terminal, Manolo Cruz me dijo una de las frases más honestas y que más hondamente recuerdo: "Tú no puedes ser torero. Le pegaste una tanda, viste que el toro pasaba aunque se colaba. Si quisieras ser torero, te habrías dejado pegar la cornada. Piénsalo bien, no te engañes"
Un par de meses después, en San Luis Ajajalpan, Puebla, y tras otro diálogo con mi miedo, acabaría arrancándome el añadido, llorando y con un dolor del que quizá, hoy, no he conseguido desprenderme, pues me sorprendo pegando "capotazos" con una toalla, rematando, y alzando la mirada, suponiendo que una multitud me aclama, desde el tendido de la Plaza México.
Pero todo esto, ese miedo, nada tiene que ver con el que hoy, sin diálogo de por medio, se hace presente.
Algo sobre la brevedad
Josef Koudelka, 1968
Quiero oponerme al gran relato, a la biografía, a lo que no será escrito en enciclopedia o semblanza alguna; quiero oponerme a la posteridad, arrancar de esa aspiración, mi verdad de los instantes: es que no he conseguido mirar a través algún otro pulido cristal prestado, rentado o de reojo avistado; es que no me han sido posibles más que estos ojos y acaso sus filtros. Porque del gran relato, del que se da cuenta a través de determinadas "cotas" -algún título, algún premio para las vitrinas, algún contrato para el archivero, algún historial para los mercaderes- y confesables sucesos, se ha ausentado de él la brevedad y en él se ha procurado la permanencia de un señuelo para lo impermanente, para cuanto se ausenta porque se ha vivido ya.
Y son quizá la nostalgia, y su recurrencia: la añoranza; la tenaz insistencia por hacer perdurable la brevedad. Brevedad, en tanto segmento ínfimo de tiempo, en tanto vivencia efímera e inevitablemente huidiza, incluso a la memoria.
Y he aquí entonces, el apunte para la desorientación: ¿Aquello que hemos vivido, que hemos "visto", que hemos "sentido"; ha sido exactamente como al segundo siguiente la memoria lo ha ya reconstruído?
¿Y si no, cómo entonces poseer la certeza de que así ha sido? ¿O es que hemos de conformarnos con la duda que alimentará indefinidamente la contemplación de lo que con convicción, nos recreamos a detalle a fin de asegurar su existencia, su experiencia?
¿Qué queda de la experiencia orgánica entonces, qué de la vivencia de los sentidos; si en general recurriremos al lenguaje -palabras, collage de imágenes, selección de rasgos y apariencia- y a través de él procuraremos re mirar a través del mismo catalejo?
¿Y qué si el catalejo se hallaba empañado, si un descuido acaso involuntario nos ha hecho olvidar pasar el paño con recurrencia, sobre el lente de la mirada -gaze-?
Es quizá que hemos incluso, extraviado el paño y optado por filtros multicolores, gran angulares y ojos de pescado.
¿Quién contará entonces nuestra historia si es incluso nuestra memoria, sólo interpretación?
Quizá sea esto último, lo que permitamos al "gran relato"
Que del resto, la brevedad se habrá hecho cargo.
Y la nostalgia estará para recordárnoslo.
lunes, 4 de julio de 2011
Compra de votos, democracia y sindicalismo para los buitres
La anulación de la consciencia individual, ha sido, desde mi punto de vista, el flagelo fundamental de nuestro país. Un extravío de la identidad y una desorientación de los motivos individuales de la existencia tras el atropello que la clase dominante -conquistadores, oligarquías, políticos-, ha llevado a cabo sobre los mínimos fundamentales de la dignidad en tanto seres humanos, ha arrojado manifestaciones más o menos salvajes de lo que el alcance del bienestar socio económico se supone que podría ser, al menos en su forma más básica.
De tales manifestaciones, que han carecido desde siempre y a todos niveles de elementos consistentes para la conscientización antes que para sólo una educación en teoría "funcional"; no me ocuparé en el presente, sino de algunos -sólo algunos-, de los efectos del atropello.
Recién se llevaron a cabo las elecciones en varios estados de la República. El que más cerca me queda, el Estado de México, es una muestra, que como en los procesos de diagnóstico clínico, bien puede dar cuenta de la virulencia generalizada en el organismo, en el país.
Era común ver cómo la infraestructura de Eruviel, superaba sustancialmente a la de Encinas o Bravo Mena: ver cómo los taxistas, los microbuseros, los acomodadores, llevaban algún emblema del chapeado candidato del tricolor. En los centros comerciales, algún entusiasta repartía marbetes con la sonriente imagen y al interior, módulos con televisores loopeaban la demagogia del ex presidente municipal de Ecatepec. Un desprecio por la inteligencia y una soberanía de lo inmediato sobre el análisis, fueron certeros argumentos del candidato que hoy, cuando escribo estas letras, va confirmando su "victoria", una "victoria" erigida además, sobre el 56.5% de abstencionismo.
Lo que me inquieta, lo que me encabrona y me emputa, es quienes nos permitimos seguir siendo como mexicanos, como ciudadanos, como seres humanos.
Porque casi todo está en la boca de todos, casi todos lo sabemos, al menos una vez se ha comentado -aunque superficialmente, no importa-, en nuestras mesas, en nuestras charlas familiares, en nuestras conversaciones con amigos, o en nuestra consciencia:
Sabido es, que las elecciones no se ganan con propuestas que vayan a arrojar en realidad un desarrollo social; sino con demagogia, con promesas sobre lo inmediato -y se firman ante notario-; apelando por lo que como ciudadanos, aceptamos como nuestra pobreza de pensamiento -nos resistimos al análisis, consideramos su sinsentido, nos alimentamos con basura-.
Sabido es, que las elecciones, no se ganan convenciendo a los ciudadanos, sino a los hijos de puta de los llamados "líderes" -sean sindicales, de agrupaciones, de movimientos, de "comités"-; esas redes de chacales y buitres que van sumando no de uno en uno sino de cien en cien, de mil en mil. A éstos cabrones, se sabe también, se les complace con algún puesto, con algún beneficio mínimo para "los compañeros" y uno mayúsculo para su "porvenir" -¿es comprensible, por ejemplo, que la tal Mtra. esté libre, al igual que el imbécil presidente de la república, tras la noticia de la semana pasada sobre el intercambio de votos por puestos públicos?-.
Sabido es, que las elecciones no se ganan con proyectos de fondo y propuestas sustanciales, sino con parafernalia y fuegos artificiales; así, por ejemplo; a los candidatos les vale verga el tipo de formación que se imparte en las escuelas -oficiales y particulares-; sólo hablan de "más escuelas, más educación", sin saber lo que ello significa; les vale madres la dignidad y la posibilidad de desarrollo laboral, sólo dicen "más empleos" -basta recordar la contabilidad -mentirosa desde luego-, del imbécil presidente y sus alfiles-.
Sabido es, que las elecciones no son una competencia pareja, sino que se trata de un trenzado, de un entramado de "amistades", intereses, "relaciones", "estrategias"; que pueda aportar recursos, que pueda aportar "respaldos" a la campaña; por más que el IFE -institución millonaria y vergonzosa que habríamos de auditar cada minuto-, haga su labor fiscal y vigilante.
Recuerdo a varios de mis compañeros de la preparatoria -una prepa particular, cara, católica-; con aspiraciones políticas, que ya se sumaban a las "juventudes" partidistas de cualquiera de los cagaderos existentes; cuyos padres eran quizá el trampolín para el heredero; me recuerdo conversando con ellos y cómo desde sus 15 o 16 años, tenían claro en qué consistía "el juego": en hacer "relaciones", en hacer "amigos", en llevar a cabo "favores" para "ir escalando".
Ese mierdero, que todos sostenemos -al menos quienes pagamos impuestos-; que sostiene al poder y que permite el atropello y la voracidad de una minoría, en su cimiento es impulsado y sostenido por ciertas decisiones nuestras que van más allá de la emisión de un voto:
En gran medida, muchos de nosotros, desde nuestra más elemental educación -en la familia quizá-, hemos sido inducidos a la obediencia, al no cuestionamiento, a la ausencia de un diálogo real y al despertar del instinto del entretenimiento como evasión: la aspiración de una televisión, un videojuego, un "smart phone"; y del del consumo como antídoto para la creciente ansiedad que infructuosa, se opone a la pérdida de consciencia y libertad.
Entramos después a algún sistema educativo, de los que la mayoría, es el llamado tradicional, ése en el que yo te digo qué y tú obedeces, ése en el que no me cuestionas porque además de que yo sé más, soy la autoridad; ése en el que las opciones de realidad y de futuro son horizontes reducidos de funcionalismo consumista, y en el que la mejor muestra de consciencia, parece ser el sumarse a tan atractivas como vacuas aspiraciones.
Y ya para cuando se nos otorgó un mínimo poder de decisión, quienes más afortunados fuimos, quizá pudimos leer algo, escuchar algo, ver algo, que mínimamente nos hizo tomar una -a su vez-, mínima consciencia que por supuesto, no termina de descubrirse y a tientas se desplaza entre los riscos y los desfiladeros; otros nos vimos obligados a trabajar antes que a estudiar y quienes finalmente conseguimos ingresar a algún centro de formación profesional -público o privado-; la repetición de las frases comunes, la repetición de los ideales cotidianos, comunes, productos plásticos al fin, pudo guiar ciertas carreras profesionales.
Lo que quiero decir, lo que me inquieta mucho, lo que quiero compartir aquí, es que es necesaria una toma de consciencia que parta hacia el interior, y que nos permita ver, ver en realidad, ver que la estructura tampoco es tan compleja, sino que es sólida, salvaje y voraz.
Tras mi experiencia en la que se precia de ser la universidad más importante, cara, tecnológica y adelantada del país; mi estado de ánimo está entre el shock y el terror: esas generaciones de egresados que se sumarán a las filas del poder, ya como directores de empresas, ya como funcionarios públicos de alto nivel, ya como empresarios; cuyo humanismo es prácticamente nulo y cuyas aspiraciones se ubican en la temperatura del mercado; cuya madurez emocional es la de quienes -en su mayoría-, no han tomado una sola decisión en su vida, sino que han hecho lo que se esperaba de ellos; esas generaciones que harán por perpetuar el "estado de cosas" y las prácticas del poder.
Y por otro lado, nosotros, los ciudadanos, y los que de algún modo lo sabemos, pero que nos hayamos atrapados en la cotidianidad y su salvajismo, entre la persecución de los millones de productos por consumir, los miles de sueños prefabricados para una vida, y el sustento diario; enajenados de esta realidad en apariencia ilegible y absurda.
Se ha consumado una elección más, tal como la esperábamos, tal como sabíamos que sucedería.
¿Cuántas más permitiremos así?
En este que fue el país de las águilas, ahora carroña para los buitres
PD: disculparán ustedes algunos términos, pero es que estoy encabronado.
domingo, 3 de julio de 2011
La Escondida, Apizaco Tlaxcala
No tengo del todo claro, cuál era exactamente el curso de mi pensamiento, pero puedo recordar sí, como fue que en ese tiempo, debí ser más niño que nunca y por tanto, torpemente inocente y soñador.
Una mala costumbre he mantenido desde entonces: no consigo despertar por completo aún.
Esa mañana, debí salir entre las 6:30 y las 7:40 hacia la TAPO, para abordar un ATAH rumbo a Apizaco. Traía conmigo mi atado o "lío" con mi amado capote y una muleta seguramente prestada, mi ayudado de madera y el estaquillador; dentro del lío, doblado y dentro de una bolsa de super -por si llovía-, mi corto y una muda de ropa -por si hay que quedarse-. Traía además, la chamarra de piel española que me regaló mi querido amigo y compañero de andanzas, Arturo Venegas. Gorrilla gris, paliacate al cuello, camperas viejísimas, jeans ajustados, camisa a cuadros.
Mi plan, era apersonarme con Rafael Ortega y decirle que sí podía vivir y entrenar con él, que trabajaría en el rancho a cambio de torear.
Y la oportunidad de ese día, se debía a que alguien me había pasado "la onda", de que habría tienta en "La Escondida", el rancho que los Ortega tienen en el camino a Tlaxco, en Apizaco. Me advirtió que el matador Alberto era "chipén", pero que Rafael, era más bien uraño. Llegué temprano, quizá a las 11:00. Y ahora que escribo esto, puedo revivir lo anudado de mi garganta, y lo frío de mis piernas. Entonces, hace como quince años, mi timidez era más extrema aún, y las palabras -casi como ahora-, se me atragantaban en la laringe, impidéndose a sí mismas la salida.
Así que cuando tras una ligera caminata por la terracería que conduce a la propiedad, advertí a los Ortega en una canchita de fut bol, echándose una cáscara, no conseguí acercarme a saludar, y por supuesto, mucho menos, presentarme. Arrinconado bajo un árbol, con mi atillo en las piernas, observé varios minutos el partido, hasta que alguien se me acercó y me dijo: "venga torero, tiras pa´allá". No metí ningún gol, pero me sentí feliz, pues uno o dos pases puse a mi ídolo, Rafael Ortega, el gran torero de Tlaxcala.
Al rato, llegaron algunos invitados y como si alguien hubiera dado un toque al arma, todos se dirigieron hacia la placita de toros, yo también. Me pegué a Rafael -Rubén-, sobrino del matador y nos encaminamos al campo, a cortar a los animales que se torearían. Con toda naturalidad y como si me conociera de años, me indicó: "abusado, sin tocarlos mucho, tu allá, nosotros acá, arrenado".
Arreamos en efecto, una punta de becerritas, que eran acompañadas por cuatro o cinco becerros mansos, tipo "Holstein". Mi sorpresa fue que a quien se entoriló en primer lugar, fue precisamente a uno de los mansos.
Con timidez pero decidido, me coloqué en un burladero, armé mi muleta y esperé. Alguien debió preguntarme que con quién venía, orgulloso respondí: "con el matador".
Y el matador, Rafael Ortega, mi ídolo y ejemplo; salió al ruedo para parar al primer animal, el manso tipo "Holstein". Hábilmente, con sabiduría, acosándolo y pudiéndole, le pegó varios capotazos y hasta una larga le robó. No sé de dónde ni cómo, pero mi voz surgió y grité: "¡¿Puedo darle las tres, matador?!" Debieron sorprenderse mucho los presentes, ¿quién querría darle un capotazo a un animal de tales características? "Venga" -dijo el maestro-. Salí con mi muleta -había yo ya para entonces, recorrido decenas de pueblos en los que se toreaba precisamente, ganado manso, de modo que cierta habilidad había adquirido para acosarlos y darles esos medios muletazos-; cuando después de algún revolcón, lo rematé, los presentes aplaudieron y el maestro dijo: "Bien torero, muy bien, ¿le quieres dar también a las vacas?"
Feliz por lo que sentía, era haberme ganado el derecho de darles también las tres a las becerras que un aficionado práctico, Federico Garmendia y el matador, torearían, me metí al burladero. Fueron cuatro, y a las cuatro les di, con mayor o menor fortuna, pero feliz, como habitando un dulce sueño.
Al finalizar la toreada, pasamos a comer.
Y entonces, mi voz se ahogó de nuevo y no conseguí decirle al matador ni siquiera mi nombre, ni mucho menos mi deseo de vivir ahí, en "La Escondida", aprendiendo con ellos a torear y toreando a cambio de mi trabajo en el rancho.
Al atardecer, se despedían los últimos comensales y yo eché a andar, con lágrimas, rumbo a Apizaco, para abordar un ATAH de regreso a casa. En el camino de la carretera, se detuvo un auto, era el aficionado Garmendia: "¡Torero!, ¿qué rumbo llevas?" "No sé" -respondí entrecortado- "¿Vas pa´México?" "Sí"...
En el camino de regreso, mi corazón debió detenerse mucho tiempo, porque nunca ha soportado demasiado el dolor, mucho menos el de la frustración. Federico Garmendia me dijo, con la mirada clavada en la carretera: "Hacía mucho que no veía a un torerillo llegar a pie, con su lío en el hombro. Me pareció un sueño. Toreaste muy bien hijo, aquí está mi tarjeta, pa´lo que se ofrezca..."
Conservo aún su tarjeta.
Y será el recuerdo de esa luna, al fondo de la carretera, quien detiene cotidianamente, los extraviados latidos de mi pecho.
Wild is the wind
Existe, en cierta comunidad, la creencia de que no existe distinción entre la vigilia y el sueño, y que ambos, habrían de ser para la memoria, experiencias vividas, así, hubo quien afirmaba: "he volado" y otra más: "me ha atravesado una lanza y desde entonces, me he convertido en reptil".
La última vez que estuve en el polo norte, hace pocas horas, debo haber tenido un segundo de aproximación a la comprensión de la creencia de ese pueblo del viento: Tuve la sensación de ser un pingüino, y entonces, recordé como es que a mi papá, se le conoce precisamente así, como "Pingüi" o "Pingüino", pude por ese segundo, corroborar la auténtica naturaleza de mis genes y rozar un instante también, la calma con la que mi padre, deja que sean los días quienes de él se apoderen, sin que casi ningún adjetivo, quiera añadir para la posteridad de ellos en su memoria. Caminé largo rato, seguido de uno o dos amigos pingüinos, el sonido de mis patas contra el hielo eterno y los cristales que se encajaban como diamantes; parecían en efecto, la exacta medida del tiempo; papá estaba al final de la línea, dispuesto al salto al vacío, sobre el ártico helado.
Y la aurora boreal, acompañó su salto; tanto como esta grabación del ´64 de Nina Simone, da cuenta de la tormenta aconteciendo: "Wild is the wind" "For we´re creatures of the Wind/ and wild is the Wind"
Supongo entonces, que ni los nativos de ese pueblo esculpido por el viento, ni el par de pingüinos con quienes conversé y presencié el clavado de mi padre; tendrán el menor deseo en comprender lo extraviado y absurdo de mi proceder esta tarde: la procuración del acomodo del tiempo venidero, el que no existe y que sin embargo; salvaje e imprevisible, llegará.
¿Cómo a través del catalejo de nuestra cultura, podré comprender un día, el canto de los pingüinos?
viernes, 1 de julio de 2011
Así era lo venidero
Por los más de los días, el polvo de los caminos tatuaba el rostro, y se seguían los pasos de ningún lado y hacia ningún lado; podía no obstante contarse, uno a uno, el rumbo de ausentar una brújula o de intentar suspiros en lugar de grados y sustituir en la escala, los metros por los silbidos; así: ¿cuantos suspiros hacia el norte y cuantos silbidos en esa dirección? Los navegantes de las pesadillas o los sueños muertos, los náufragos de la nostalgia, el contramaestre de lo imposible... ¡A babor, a estribor!
Llegué a creer que caminaba, más la ausencia de huellas, dio cuenta de ser las constelaciones quienes permanecían en su traslado eterno, no yo.
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Mil abrazos
¿Si no, dónde recogeríamos nuestros escombros?
José Alberto Gallardo
Teatro de la Brevedad
Director
Llegué a creer que caminaba, más la ausencia de huellas, dio cuenta de ser las constelaciones quienes permanecían en su traslado eterno, no yo.
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Mil abrazos
¿Si no, dónde recogeríamos nuestros escombros?
José Alberto Gallardo
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