domingo, 3 de julio de 2011

La Escondida, Apizaco Tlaxcala


No tengo del todo claro, cuál era exactamente el curso de mi pensamiento, pero puedo recordar sí, como fue que en ese tiempo, debí ser más niño que nunca y por tanto, torpemente inocente y soñador.
Una mala costumbre he mantenido desde entonces: no consigo despertar por completo aún.
Esa mañana, debí salir entre las 6:30 y las 7:40 hacia la TAPO, para abordar un ATAH rumbo a Apizaco. Traía conmigo mi atado o "lío" con mi amado capote y una muleta seguramente prestada, mi ayudado de madera y el estaquillador; dentro del lío, doblado y dentro de una bolsa de super -por si llovía-, mi corto y una muda de ropa -por si hay que quedarse-. Traía además, la chamarra de piel española que me regaló mi querido amigo y compañero de andanzas, Arturo Venegas. Gorrilla gris, paliacate al cuello, camperas viejísimas, jeans ajustados, camisa a cuadros.
Mi plan, era apersonarme con Rafael Ortega y decirle que sí podía vivir y entrenar con él, que trabajaría en el rancho a cambio de torear.
Y la oportunidad de ese día, se debía a que alguien me había pasado "la onda", de que habría tienta en "La Escondida", el rancho que los Ortega tienen en el camino a Tlaxco, en Apizaco. Me advirtió que el matador Alberto era "chipén", pero que Rafael, era más bien uraño. Llegué temprano, quizá a las 11:00. Y ahora que escribo esto, puedo revivir lo anudado de mi garganta, y lo frío de mis piernas. Entonces, hace como quince años, mi timidez era más extrema aún, y las palabras -casi como ahora-, se me atragantaban en la laringe, impidéndose a sí mismas la salida.
Así que cuando tras una ligera caminata por la terracería que conduce a la propiedad, advertí a los Ortega en una canchita de fut bol, echándose una cáscara, no conseguí acercarme a saludar, y por supuesto, mucho menos, presentarme. Arrinconado bajo un árbol, con mi atillo en las piernas, observé varios minutos el partido, hasta que alguien se me acercó y me dijo: "venga torero, tiras pa´allá". No metí ningún gol, pero me sentí feliz, pues uno o dos pases puse a mi ídolo, Rafael Ortega, el gran torero de Tlaxcala.
Al rato, llegaron algunos invitados y como si alguien hubiera dado un toque al arma, todos se dirigieron hacia la placita de toros, yo también. Me pegué a Rafael -Rubén-, sobrino del matador y nos encaminamos al campo, a cortar a los animales que se torearían. Con toda naturalidad y como si me conociera de años, me indicó: "abusado, sin tocarlos mucho, tu allá, nosotros acá, arrenado".
Arreamos en efecto, una punta de becerritas, que eran acompañadas por cuatro o cinco becerros mansos, tipo "Holstein". Mi sorpresa fue que a quien se entoriló en primer lugar, fue precisamente a uno de los mansos.
Con timidez pero decidido, me coloqué en un burladero, armé mi muleta y esperé. Alguien debió preguntarme que con quién venía, orgulloso respondí: "con el matador".
Y el matador, Rafael Ortega, mi ídolo y ejemplo; salió al ruedo para parar al primer animal, el manso tipo "Holstein". Hábilmente, con sabiduría, acosándolo y pudiéndole, le pegó varios capotazos y hasta una larga le robó. No sé de dónde ni cómo, pero mi voz surgió y grité: "¡¿Puedo darle las tres, matador?!" Debieron sorprenderse mucho los presentes, ¿quién querría darle un capotazo a un animal de tales características? "Venga" -dijo el maestro-. Salí con mi muleta -había yo ya para entonces, recorrido decenas de pueblos en los que se toreaba precisamente, ganado manso, de modo que cierta habilidad había adquirido para acosarlos y darles esos medios muletazos-; cuando después de algún revolcón, lo rematé, los presentes aplaudieron y el maestro dijo: "Bien torero, muy bien, ¿le quieres dar también a las vacas?"
Feliz por lo que sentía, era haberme ganado el derecho de darles también las tres a las becerras que un aficionado práctico, Federico Garmendia y el matador, torearían, me metí al burladero. Fueron cuatro, y a las cuatro les di, con mayor o menor fortuna, pero feliz, como habitando un dulce sueño.
Al finalizar la toreada, pasamos a comer.
Y entonces, mi voz se ahogó de nuevo y no conseguí decirle al matador ni siquiera mi nombre, ni mucho menos mi deseo de vivir ahí, en "La Escondida", aprendiendo con ellos a torear y toreando a cambio de mi trabajo en el rancho.
Al atardecer, se despedían los últimos comensales y yo eché a andar, con lágrimas, rumbo a Apizaco, para abordar un ATAH de regreso a casa. En el camino de la carretera, se detuvo un auto, era el aficionado Garmendia: "¡Torero!, ¿qué rumbo llevas?" "No sé" -respondí entrecortado- "¿Vas pa´México?" "Sí"...
En el camino de regreso, mi corazón debió detenerse mucho tiempo, porque nunca ha soportado demasiado el dolor, mucho menos el de la frustración. Federico Garmendia me dijo, con la mirada clavada en la carretera: "Hacía mucho que no veía a un torerillo llegar a pie, con su lío en el hombro. Me pareció un sueño. Toreaste muy bien hijo, aquí está mi tarjeta, pa´lo que se ofrezca..."
Conservo aún su tarjeta.

Y será el recuerdo de esa luna, al fondo de la carretera, quien detiene cotidianamente, los extraviados latidos de mi pecho.

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