Mantuve una estrecha relación con mi miedo, durante los años en los que intenté hacerme torero. Y digo "hacerme", porque a pesar de lo mucho que me ha dolido, no conseguí serlo del todo, me faltaba valor. Y de ahí, que nuestra relación hubiera sido tan fructífera.
Que si no aprendí bien la técnica, que si no debí irme a pueblear, toreando ganado manso y cebú, que si no debí torear tantas vacas toreadas -para no "desconfiarme"-, que si debí escuchar más a mis amados maestros -Don Gato (Armando Hidalgo +), Pepe Luis Vázquez, El Montañés, Ricardo Balderas, Mariano Ramos y mi entrañable amigo Gilberto Ruíz Torres-, que si debí ingresar a la escuela taurina de Guadalajara o haber intentado más lo de "Pastejé"... de todo ello, no me ocuparé en estas líneas, sino de mi mencionado "affaire" y sus fructíferas y generosas manifestaciones:
Recuerdo en particular dos tardes:
La primera en un pueblo al que nunca más he vuelto y del que guardo apenas un borroso recuerdo: Quebrantadero, en Morelos, a no sé cuantos minutos u horas de Cuernavaca, adentrado en lo más caluroso y bravo del estado y al que llegamos en un camión de segunda "El ahijado de la Muerte", Mario "Luzbel" y yo. Veníamos de haber recorrido otro par de pueblos, eran los primeros días de enero y mientras "Luzbel no cesaba en su imparable discurso, "La Muerte" se ufanaba orgulloso: "Terminamos el año toreando y lo comenzamos toreando" (habíamos, los últimos días de diciembre, estado en Santo Tomás Ajusco y no recuerdo qué otro pueblo.)
Llegamos a Quebrantadero y lo primero que hicimos fue acudir al templo, pintoresco y ahora no sé si los confundo, pero creo que era aquél en el que el cementerio se encontraba en el atrio y donde las aplicaciones ornamentales para destacar la beatitud de las figuras dolientes, eran de oro auténtico. -Repito, no sé si estoy confundiendo el pueblo, pero sí recuerdo a "El ahijado" comentarme que la gente solía llevar consigo un desarmador o espátula, a fin de raspar un poco del dorado recubrimiento, según él, conocía a un lugareño que se había mandado hacer un diente con el material obtenido del retablo de algún santo o Cristo agonizante.-
Después de echar un refresco y un trago de aguardiente, llegamos a lo que se supone, sería la plaza: Un cercado inmenso sobre un terreno irregular que seguramente vio alguna cosecha meses atrás y de ahí los surcos aún visibles; había camiones al rededor y mucha gente adentro (vendedores de dulces, coheteros, vaqueros a caballo, borrachitos). En un corral aledaño, el encierro que se correría: Como veinte animales, cruza de criollo y cebú, que debieron promediar los 700 kgs. Apacibles, rumiaban y esperaban el pretal y al valiente jinete que haría las delicias de los asistentes. Cornamentas viejas, con muchos anillos, no todas en puntas pero inmensas, como del tamaño de una pierna cada pitón.
Ya desde el recorrido en el desvencijado camión, dentro del calor sofocante y en compañía de mis pintorescos, algo marihuanos y valientes camaradas, iba yo entablando el diálogo con mi miedo, aquél que comenzaba con un susurro que me acariciaba las piernas, enfriándolas, como si se introdujeran en un balde lleno de cubos de hielo; y que avanzaba lento pero decidido hacia mi abdomen, pasando por mi sexo que se reducía al mínimo. Seguía después una especie de sofocación a pequeña escala: me costaba respirar hondo y sentía la taquicardia propia del ansia. En mi cabeza, procuraba calmarme con pensamientos multitonales: Desde un: "Venga, no es para tanto, tú sabes torear, ya lo has hecho, ya les has podido a este tipo de anmales" hasta : "Pinche maricón de cagada, ¿qué no quieres ser torero?, ¿qué crees que sintió Joselito en Las Ventas con el manso de Cortijoliva (Joselito era y ha sido, mi ídolo, el mejor torero que ha habido y un entrañable y secreto amigo)" y luego: "Puta madre, esto no es el toreo, esto no es ser torero, yo soy torero de Arte...". Mi miedo, no se desorientaba con facilidad, sino que al contrario, avanzaba certero, después por la garganta, secándola, haciendo rasposa la lengua y luego apoderándose de todo mi gesto, paralizándolo casi. Pero ya llegados a la plaza y apersonados con quién sabe quién que fungía de quién sabe qué en la feria -que duraría nueve días y a la que nos invitaba a quedarnos-, fue un comentario del principal, el que consiguió desencadenar de mi miedo, todo su entusiasmo: "Y usté" -se dirigió a mí-, "..se ve que usté es el más valiente" (Soltó una carcajada "El ahijado de la Muerte") "... pa´usté es "El Diablo" "¿Ah sí?" "El diablo cada año mata a uno en este pueblo, y figúrese, ya lleva como siete años viniendo, y viera como lo quiere la gente"
"La Muerte" me palmeó y luego dijo "Bueno torerazos, pues a vestirse que hay que hacer el paseo" y soltó otra carcajada. "Vestirse", en realidad consistía en quitarse el cinturón a fin de evitar que un toro nos prendiera de él, ponerse en su sitio un paliacata o faja con cierto nudo de fácil desate, fajarse bien, remangarse un poco los jeans sobre las botas y acomodarse un poco la camisa, dejando las pertenencias (llaves, cartera, monedas) en el "lío". Y "hacer el paseo", era simplemente recargarse en las trancas a la espera de que fueran saltando una a una las moles con el jinete tratando de someterlas. Lo más común, es que los jinetes no querían que les diéramos capotazos, así que, o esperábamos a que el jinete hubiera sido lanzado al aire, o nos "atravesábamos" a fin de robar las únicas embestidas con cierta fiereza de esos toros.
En cuanto "Luzbel" o "La Muerte" fueron a algún tendejón cercano por otro trago, mi miedo me había ya invadido por completo y sentía unas irrefrentables ganas de evacuar, pues mi estómago se hallaba absolutamente disuelto por él. Así que me eché a andar a la carretera, con un nudo en la garganta y el dolor de no poder, con el llanto igualmente atado, me subí al primer autobús que pasó, rumbo a Cuautla.
La segunda fue muchos años después de lo de Quebrantadero, como tres o cuatro. Se había arreglado una novillada sin cuadrillas pero con picadores, en Uruapan, Michoacán. Quien nos invitó aseguró que el ganado era de buena procedencia, con sangre de San Mateo y su principal argumento era que "El Santanero" en persona -picador y caporal de San Mateo-, supervisaría el desembarque y picaría la novillada. Así, nos embaucamos Jacobo Medina, "El Viti", Rogelio Gutiérrez y yo. Y a nuestra vez embaucamos a Arturo Venegas como peón de confianza de todos y a Jorge Rodríguez Patiño como fotógrafo oficial. Iba con Rogelio y Jacobo, Manolo Cruz, un gran maestro de la vida y del toreo y mozo de espadas sin igual, que ha servido las toledanas a figuras como Guillermo Capetillo, Manzanares y creo que hasta al propio Tomás. Hemos de haber llegado al rededor de las 7 de la mañana, desayunamos algo y nos encaminamos al cortijo "Los Bribiesca", donde se llevaría a cabo el festejo.
Llevaba yo varios meses entrenando muy fuerte, pues acababa de recuperarme de los cuatro meses de terapia después de que un toro en Atoyatempan, Puebla, me rompiera la cápsula articular del hombro derecho. Tras la terapia, intenté de todo: viví un tiempo en La Gloria -el rancho que Marcelino Miaja tiene en Querétaro y que administra junto con Pepe Chafik-; entrené con José Rubén Arroyo y Jerónimo en Puebla -donde llevaba a cabo mi rehabilitación- y corrí cuanto pude y entrené más. Así, que según yo, estaba en mi mejor momento físico. Había además acudido a unas tres tientas en mi amada Tlaxca, en las que no había estado mal.
Cerca de las 11, nos asomamos a los corrales a ver los animales: un muestrario de tipos, pesos, tamaños y pintas. Había uno, huarachón y pinto, con pitones anchos y mirada de vaca lechera -un "media casta seguro", pensé-, con unos 350 kgs, no obstante estar algo escurrido. Quien organizaba me dijo: "Tú eres el más toreado, éste es pa ti." Me sentí orgulloso y sonriendo dije "Claro, venga". Entonces comenzaron a despuntarlos, porque ninguno de nosotros tenía carné de la Asociación de Matadores, porque no había enfermería y sobre todo, porque nadie quería echarse el compromiso de alguna cornada.
Amarraron entonces al pinto huarachón y de su pacífica apariencia, surgió la furia de su escasa sangre brava: el novillote comenzó a rematar contra la pared de ladrillo y de un momento a otro, ante nuestra atónita mirada, derrumbó como si fuera de arena y ladrillo a ladrillo, el muro.
Mi miedo se hizo más presente que nunca, volvió a atenzarme la garganta y aguadarme el estómago, a enfriarme las piernas y a sobrevenir la taquicardia. Sofocado, seco, muy asustado, les dije que tenía sueño, por el viaje nocturno. Todos coincidieron y en un cuarto, nos acomodamos a echar una siesta.
Entre las 12 hrs. aprox. y las 15, en las que debimos vestirnos, no pude dormir nada, apenas escuchaba los ronquidos de alguien y veía el vestido "Catafalco y oro" -que había pertenecido a Manolo Martínez-, que me prestó Venegas para ese día con ansiedad, miedo y terror.
Nos vestimos, la taleguilla me quedó fenomenal, la casaca también, me miré al espejo y me dije "Venga, que eres un torero, coño"
Partimos plaza -de cuya memoria, una fotografía conservo-. Y fue el huarachón, el primero de la tarde.
El toro, de media casta y manso por tanto, no tomó con franqueza ningún capote, y cuando lo puse al caballo para que "El Santanero" le diera la primera vara y vi cómo se escupía, tirando patadas con los cuartos traseros, no pude recordar a Joselito en su memorable tarde en Madrid, con aquél manso al que lidió y mató en medio del clamor; sino que únicamente, pude sentir cómo, de todos mis músculos se ausentaba la fuerza y cómo, como si hubiera corrido un maratón, un agotamiento se apoderaba de mí.
Hube de ir a un burladero y pedirle agua a Manolo Cruz.
La lidia continuó accidentada, el manso no se dejó picar, cogió y encueró a Venegas en un par de banderillas y ya con la muleta, se me coló mil veces, aunque le paré en una tandita de derechazos -todo lo que aguanté-, y finalmente, tras unos dos mil pinchazos, el toro dobló de aburrimiento.
De regreso a México, en la terminal, Manolo Cruz me dijo una de las frases más honestas y que más hondamente recuerdo: "Tú no puedes ser torero. Le pegaste una tanda, viste que el toro pasaba aunque se colaba. Si quisieras ser torero, te habrías dejado pegar la cornada. Piénsalo bien, no te engañes"
Un par de meses después, en San Luis Ajajalpan, Puebla, y tras otro diálogo con mi miedo, acabaría arrancándome el añadido, llorando y con un dolor del que quizá, hoy, no he conseguido desprenderme, pues me sorprendo pegando "capotazos" con una toalla, rematando, y alzando la mirada, suponiendo que una multitud me aclama, desde el tendido de la Plaza México.
Pero todo esto, ese miedo, nada tiene que ver con el que hoy, sin diálogo de por medio, se hace presente.
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