martes, 24 de abril de 2012

Ha necesitado sentarse


Foto de Josef Koudelka

Un hombre mayor, con sobrepeso, se ha sentado en la parte exterior del café – buahrdilla al que esta calurosa tarde, me he apeado para enterrarme un poco. Ella, la dueña o dependienta, se le ha acercado a preguntarle qué consumirá. Él sólo ha respondido que se sentó porque necesitaba sentarse, porque se sintió mareado, que pronto se irá. Al poco tiempo, dormita un poco. Yo le miro desde mi mesa. Él se busca luego algo en el pantalón. Y vuelve a dormitar. Y vuelve a buscar y se asusta. Un hombre mayor, con sobrepeso, ahora asustado como un niño que no sólo se ha extraviado, sino que ha extraviado además, sus flotadores o tabla de flotación. Sigo mirándole, él se percata y quizá se asusta un poco más, porque ahora busca algo entre el periódico que contiene algunos documentos, acaso alguna constancia por desempleo, acaso algún certificado médico o el registro de aportaciones para la vejez. Por esta vez en la vida, yo podría decir que sé exactamente cómo se siente. Yo que no soy necesariamente mayor, que no creo tener sobrepeso y que me he consumido un americano; me he sentado también porque de otro modo, habría caído. Luego se levanta. Con dificultad. Y resopla. Y acude a la miscelánea de junto con las escasas monedas que ha conseguido hallar en su pantalón. Y se hace con un jugo. Y vuelve a recargarse en la mesa. Y toma los documentos. Y mira hacia el interior del café. Como para corroborar que nadie hayamos por él, sentido pena alguna.  Luego un empleado del café sale para corroborar que se ha ido. Y la dueña o dependienta le dice: Ya, ya se fue. Sólo se había mareado. 

miércoles, 4 de abril de 2012

ÚLTIMO

Que te encuentres escuchándome en este momento. Ya sé que en todo caso, leyéndolo. Imagínate escuchándolo a tu oído. Todo esto. Que es lo último. Y un vaho erizándote las mejillas y el cuello. Si fuera una serpiente, sentirías mi piel de serpiente enrollarse en tu cuello. Si fuera un virus, tus arterias estarían ahora paralizándose, y me sentirías cundirte. ¿Conoces la palabra cundir? Algo así. Más no soy un reptil. Piensa en un caballo paralítico que ha aprendido a conectarse a internet. Para expresar lo que sus patas ya no sienten. Normalmente habría sido sacrificado. Un sacrificio para evitarle el dolor. O suicidádose. Un suicido para denunciar la inclemencia del retraído asesino. Más no vivo cerca de acantilado alguno así que tecleo con la lengua, eso lo sabes. Conoces mi lengua. No te gusta. Has fingido que te gusta. Ahora puedes retirarte el disfraz, de otro modo no escucharás el tecleo: mi lengua sobre cada tecla. ¿Conoces la lengua de los caballos? Cada golpe podría ser el compás de sus cascos. Es una lengua enorme para teclas tan diminutas. Retírate el disfraz, desnúdate. ¿Qué disfraz elegiste para hoy? ¿Una beata de yeso? ¿Una figura de poliuretano inyectado? ¿Un elefante cuyos colmillos le han sido recientemente extirpados? Un elefante sacrificado para satisfacer un placer sencillo. ¿Te sacrificarías tú para evitarte el dolor? ¿Lo solicitarías? A un profesional. Quien se disolvería en tu círculo íntimo sin que le advirtieras. No te haría siquiera una invitación, sino que al menor de tus suspiros -si acaso te asaltan aún-, tu paladar se humedecería con alguna bebida que él mismo haría derramarse por tu garganta. No creerían tus ojos mirarle tan cerca. Un ejecutor de primer mundo. Entrenado para liberarte de eso que te cunde. Luego te seduce. Luego te asfixia. Luego acomoda lo que tu cuerpo ha derrumbado o lo que tus garras han arañado: resana el tapiz, sustituye la copa estrellada, aspira los cristales, no utiliza cloro para tu sangre sino sal. Luego hace creer a quienes te han amado, que te has suicidado. No, ninguno de tus disfraces, corresponde al suicida. Toma el teléfono. Llama al retratista. Es una llamada de urgencia. De vida o muerte. Que te pinte. Que consigas mientras lo hace, ver los trazos. Como Velázquez con las infantas. Y en cada trazo, pincelada o escurrimiento, sabrás que es así como te he conocido. Un retratista para la corteza cerebral del cuadrapléjico. Un retratista para hacerte imborrable. Y sumergir lo delicado del retrato en un paisaje atroz. En el que se imagina un mundo. Cualquier ciudad. Una con bruma o lluvia casi permanente. Otra donde el petróleo flota en la marea que la circunda. Una en otoño. 
Quiero que escuches esto, resoplando en tu espalda el jadeo de un caballo y en su lengua, esto último.