jueves, 29 de septiembre de 2011

Esa tarde de Hueyotlilpan

Recuerdo con toda claridad, esa tarde, cuando cuatro vacas toreadas y fuertes de Jaime Rodriguez, aguardaban por nosotros en la caja de un redilas tres y media. Cuando por enésima vez me vi preguntándome si acaso, valdría la pena. Íbamos Isaac Huerta, Paco Moreno y yo, quizá alguien más que no recuerdo.
Salí a parar la primera, que de un salto se adueñó del ruedo inclinado, cercado por un entramado de trancas en las que racimos humanos, se apeaban gritando y arrojando de todo.
No había burladeros; si uno quería "taparse", había de trepar algunas vigas y colgarse, pero sobrevenían las patadas del respetable.
La vaca se me arrancó con toda su fuerza, intenté aguantarle lo más posible y luego quise taparle la cara y equivocarla yéndome hacia atrás. Pero tropecé.
Y lo que claramente recuerdo de esa tarde, es cómo me volteó, me apaleó, me corneó y pateó doblándome sobre mí mismo sobre el empedrado terreno.
Y recuerdo entonces, la otra tarde, en Celaya, donde otro animal me prendió por la faja y me llevó de tercio a tercio, hasta estrellarme contra las tablas; me habrá cogido unas diez veces. Carlitos Mata, que iba de mozo de espadas, ya en el hotel me veía los moretones estallados bajo la piel y me decía "orita llaman, verás que te has ganado la novillada".
Y otra tarde de paliza, en Guanajuato, en el Rancho de mi amigo Gerardo Gutiérrez, cuando un vacón me estrelló en una roca gigante en el improvisado tentadero que de un corral usamos.
Y todas ellas, algunas de cuyas marcas no me desharé nunca, en nada se comparan sin embargo, a la metralla de estos días.
Vuelvo de ver Los Asesinos, de David Olguín y no puedo, sino sentirme de alguna forma, al centro de ese onírico espacio interior que es la guerra particular, de la que no hay escapatoria y que generalmente, terminará como en su obra, con un tiro en la cien. Y es que la muerte, se hace cada noche presente, ahí en su obra, en el desierto o en las carreteras y mil
veces, en las trincheras de lo inentendible. Y no obstante, aquí algunas letras desde el fondo del muelle de sacos atestados de plomo.
Y no obstante, aquí..; como quisiera que estuvieras aquí.


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Mil abrazos
¿Si no, dónde recogeríamos nuestros escombros?

José Alberto Gallardo
Teatro de la Brevedad
Director

miércoles, 28 de septiembre de 2011

BUENOS AIRES. Parte I


BUENOS AIRES
México/ Madrid/ Amsterdam
UNO

Nuria
Ahí estaba, ella, con la mitad de la palma extendida sobre la mesa, con los ojos, difuminados –diríase, porque en ellos, no se reflejaba sólo la sensación de claridad de la tarde, sino la de una luz que se cuela entre la niebla, durante un amanecer que se adentra en algún paraje boscoso-; y a ratos su labio inferior que tiembla, y a ratos, algo que hace llegar a parecer cuanto su belleza, de un momento a otro, podría hacerse líquida y estallar esa fragilidad de cristal que la contiene; desparramándose por sobre el piso de rocas. A este café, en el que ella extiende la mitad de la palma sobre una mesa, no viene nadie -será uno de esos negocios fantasma o que alimentan la ilusión, el ocio o la inutilidad-. Ella, en la mesa del fondo, en la esquina, a donde de por sí, nadie la percibiría, a donde de por sí, cautivando ella a la indiferencia mientras se resiste a ponerse en pie; dos, quizá media taza de café. Ella, la disminuida, la especie de animal salvaje herido, que a pesar de la sangre que por numerosas heridas la abandona, llegaría a ser capaz del zarpazo o salto a la yugular de la amenaza. Él, la amenaza. Él, lo inhumano. Él, lo irreversible. La fragilidad de Nuria, ha de ser mayor que la del cristal. Al cristal, generalmente hay para estrellarlo, que arrojarle una piedra o tirar del gatillo de una Remingtton .38, directo en su contra. Más a Nuria, no es necesario tocarla siquiera. Ella ya ha sido estrellada. Y sus fragmentos, deambulan apenas conteniéndola, como si del enjambre de trozos en torno al tornado revoloteando se tratasen, o acaso de la imagen ésa del polvo, el concreto pulverizado y los cristales flotando, tras la caída de la primera o segunda torre gemela. Es ella ésa ahora, de modo permanente. Y aunque suele rehacerse para los días, en los que tras mirarse al espejo lleva a cabo algún innecesario retoque para la cubierta y se sonríe a si misma o cubre de polvo su tenue belleza; ya en el espejo, ha llegado a besarse en el reflejo e incluso sabe, que en especial una tarde, se hizo el amor a sí misma, humedeciendo al cristal plateado con los líquidos de su vagina: ésa, la humedad del o lo ausente. Ahora aquí, en el café-bunker-refugio antiaéreo, ella espera. Ella espera, porque ella sabe que él vendrá. Y aún cuando no es todavía la hora de la cita, aún cuando faltarán quizá dos, casi tres, ella está alerta ya. Vendrá él, la amenaza, lo inhumano, lo voraz. Han pasado meses, quizá años. Ha pasado el tiempo, más de ella, éste se ha olvidado. Por ella, un delicado equilibrio solamente. Por ella, un tenue halo de vida. Por ella, el dolor completo de un desgarramiento interior, como si cuanto ha ocurrido, le hubiera desollado las paredes internas, las fibras que contienen a los órganos, la cara posterior de la cubierta, de la que ha llegado a expulsar incluso, residuos. Ha de ser el atardecer, no han de terminar de caer aún, sus últimas hojas. Y algunos transeúntes solos, reparan en la escasez del café, con sus mesas desprovistas de comensales, y con ella, imperceptible en la esquina. Nuria, no era una yegua, ni una pantera ni un reptil; debió ser un canino, una loba o acaso, una esfinge de leona y perro estepario con alas de buitre o de halcón. Así fue como él, el impostor, la amenaza, debió conocerla. Ahora mismo, acercársele, ha de poner los pelos de punta y helar hasta el mínimo y más recóndito poro. Porque se sabe que en cualquier momento, puede, como se ha dicho, encajar sus colmillos en la yugular, aunque fuera esto, el arresto de su último aliento. Así que, ¿por qué?, se pregunta ella. ¿Por qué? ¿Por qué?
¿Por qué, qué? ¿Por qué se fue él, Amador, el traidor? Así han pasado los días, los meses, acaso uno o dos años, con todas sus horas y todas sus tardes.
Y esa caída de todas las hojas para ésas, todas sus tardes.
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Para ella, esos años duraron lo que dura un suspiro; para ella, los años se desvanecieron lo que se extiende el desdén de unos párpados o la timidez de una mirada que se agazapa; para ella, ésos, fueron sus años; para ella, para Nuria, ésa, la de esos años, fue cuanto pudo considerar su vida. Su vida. Una vida, que en el segundo que dura un ahogo en la garganta de él –del traidor, del animal carroñero, del chacal-, se ve desvanecida de pronto y es posible escuchar en el fondo, el desgarramiento de algún instrumento de cuerdas, que desgrana sus notas por sobre un valle rocoso casi en totalidad, más verde ocre por la superficie, como un heno que podría hacernos suponer que se halla el otoño arribando.
Sí, ella puede hoy, inevitable e irremediablemente, escuchar sin cesar esa melodía de la nostalgia dentro de sí, porque vibran aquellas notas, no únicamente en sus tímpanos agotados de la voz conciliadora de él; sino que le han recorrido esas paredes internas que dicen los anatomistas, compactan y mantienen en sus cavidades a los órganos vitales; más para ella, sus órganos vitales son desde ahora, el recordatorio de que una lentísima descomposición ha hecho presa de sí: la descomposición propia del desencanto. La decepción. La traición. ¿Cómo es que entonces, que ahora, consigue ella por lo menos, vivir?
No lo sé. No sé cómo es que no se ha hecho añicos y como no se han desparramado por sobre el piso, sus fragmentos de cristal. No sé cómo es que consigue permanecer en pie sin que el arañar o tronido de lo estrellado se escuche aunque sea en murmullo y es por ello que su historia, no habría de comenzar por su principio: ése el de su cuerpo invadido de la sustancia de Amador, tampoco por el blog a través del cual ella, expuso las palpitaciones propias de su miocardio y ventrílocuos y que a la vez hizo de carnada para el carroñero. Él, Amador, el carroñero, el buitre, el zopilote desplumado y agazapado sobre el risco elevado encima de las entrañas abiertas de ella.
De Nuria, su principio, habría de ser contado ahora con este nuevo comienzo que supone este nuevo arribo a Amsterdam.
Amsterdam, la ciudad de las ratas entre las casas flotantes de los canales. Ella, ante todo, recuerda a las ratas nadando en los canales entre las casas flotantes.
Porque Amsterdam, será para siempre, en la memoria de ella, el paraje de las complicidades atroces, desenfrenadas y tiernas, y a la vez, desbordadas de esa indiscreción de sus fragilidades mutuas.
Amsterdam, Holanda o Países Bajos. Netherlands.
Amsterdam, ahí a donde Nuria y Amador, pasaron su primer verano en el extranjero, apenas a unos tres o cinco meses de haberse probado el uno del otro el aliento –esa consubstanciación, esa confusión, ese contagio-; una tarde por vez primera, en la oficina que Nuria mantenía de donaciones, de fondos generalmente internacionales y que se dedica a la búsqueda de personas desaparecidas –o inexistentes-, producto del atroz ejercicio de algún procedimiento de cualquier Estado totalitario.

Amador

-Amador. Así se llamaba mi padre. Y mi abuelo también.
-Guau, o sea que “Amador III” entonces
-Ah. Pues, sí, algo así.
-Perdón. Es un nombre hermoso
-¿Te parece?
-Mucho
-De mí, se han burlado por él desde la primaria.
-¿Dónde estudiaste?
-¿Qué?
-La primaria
-Eh, en.. varios colegios, religiosos, creo, la mayoría...
-Porque habría que mandar cerrarlos si los niños no comprendían la belleza de tu nombre.
-Wow
Una pausa, un silencio, una suspensión para el encanto o la ensoñación, porque los sueños suceden sin tiempo, son ajenos a él, no ocurren en el lapso que suponemos de seis u ocho, o cuatro horas para los solitarios; los sueños duran días, años o milenios y es posible dar paso a la Historia misma en su interior. Ellos se miran. La mirada de él recorre el rostro lobezno de ella, el de los ojos ardientes y a la vez cubiertos de la suave nieve de la tundra, donde es preciso hibernar o salir a cazar contra la inclemencia; los labios de ella, particularmente dibujados, como apenas el esbozo de una obra mayor que se materializa cuando sonríe y asoman sus colmillos blanquísimos. Su cabello, una cascada negra o roja. Sus mejillas, para no dejar de ser tocadas, porque podría morirse sin paz. Todo ello en ese instante, en el que también ella, Nuria, lo mira, a él: a Amador, que tiene la mirada de los niños extraviados entre las piernas de la multitud y los labios que podrían a su vez, extraviarse entre las piernas de ella; y que son apenas, la pincelada de una socarrona sonrisa cuando ella lo mira.
-¿Y tú?
-¿Qué?
-¿Dónde estudiaste?
-¿Qué?
-No sé, donde no se burlaran de tu nombre
-Ni siquiera sabes cual es
-Nuria
-¡¿Cómo sabes?!
-Nuria.           Nuria.
Ella entorna entonces, los ojos de loba ahora.
Él advierte entonces, esa estepa blanca en las pupilas de ella.
Asoma los colmillos, ella.
Una carrera, sobre la nieve, en declive, con una manada de lobos siguiendo tus huellas, el olor de tu carne, el calor de tu aliento.
-Bueno, pues con estos datos, tu pasaporte y sobre todo, el folio de tu acta de nacimiento, iniciaremos la investigación...
-Ajá, claro, bueno, o sea, en realidad, no es urgente, es sólo una especie de curiosidad...
-Claro
-Es...
-Curiosidad, dijiste.
-Ajá, exacto
-No saber quienes son tus padres, ha de provocar mucha ¿no?, mucha, curiosidad.
-Eh... no, bueno... pues sí, un poco...no es que no sepa, es que...
-¿Quieres asegurarte?
-¿Puede estarse seguro?
-Aquí en la Asociación, tenemos también ayuda...
-¿Porqué trabajas aquí, en la “asociación”?
-¿Por qué?
-Ajá
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Hace cuatro o cinco años, Igor, mi amigo de la universidad, que había estudiado de todo y no tenía título o cédula que corroborara su vasto conocimiento; me citó para contarme acerca de su último hallazgo. Imaginé, por supuesto, la adquisición en el Chopo o el mercado negro, de aquello que aquilataba mucho más que cualquier cantidad monetaria: acetatos antiguos, aquellas grabaciones de los treintas –los más nuevos por los que se interesaba-, de las que pocas ediciones se hicieron y que suelen contener en su definición, la maravilla de los accidentes propios del sistema de grabación de la época. Se pasaba las horas procurando registrar cualquier variación, cualquier intromisión auditiva. Más esta vez, su último hallazgo no era un acetato ni una película porno ni la primera edición de algún autor balcánico en su lengua original;  esta vez, me sorprendió sobremanera la nueva actividad de Igor. Me citó cerca de lo que era el rastro de Ferrería, a un lado de las vías del tren, sobre un desolador terreno mitad asfalto, mitad ciénega, mitad deshechos y óxido. Llegué andando, entre las improvisadas casas de lámina, en su mayoría abandonadas. Los perros me ladraban, mas corrían a mi paso. Igor apareció de pronto de entre la nada y me condujo a su nueva guarida: Un “ex-vagón” de ferrocarril, Union Pacific, descarrilado quien sabe cómo, semi enterrado y soportado por polines y restos de automóviles. Accedimos por una rampa construida a mano, por el propio Igor.
Ya en el trayecto, advertía la emoción en su andar, vestía un overall de la UNAM azul oscuro, raído y de las asentaderas quemado. Caminaba con prisa y siempre vigilante, se detenía por momentos a escuchar si nadie nos seguía. Igor siempre tuvo en sus genes, un cierto comportamiento de clandestinidad propio del combatiente de alguna extinta guerrilla. Lo cierto, es que nunca -que yo sepa-, llegó a sumarse a rebeldía clandestina alguna; Igor, era un solitario que se escabullía, ilocalizable siempre, debía sentir uno cierta fortuna cuando algún mensaje –generalmente por medio de terceros (en este caso, acudí a la Facultad, a reiniciar cierto trámite y la mujer que durante años ha vendido café bajo la escalera, me entregó su comunicado en una servilleta, con todas las instrucciones para dar con él)-, llegaba para provocar un encuentro con él. Igor no utilizaba teléfono celular, pero contaba con un gps de las primeras generaciones al que le había añadido una especie de “civil band”; no sé con quién o quienes se comunicaba, he llegado a pensar que intervenía las frecuencias de los sitios de taxis y que muy de vez en cuando, lo consiguió con alguna de la policía -eso lo entusiasmaba-. Igor se sintió siempre un perseguido, y hasta este día, nunca comprendí por qué.
Llegamos al cobertizo – vagón, volvió a peinar el rededor con la mirada: vagabundos, chemos, perros, mujeres lavando con una manguera. Un candado de combinación electrónica. Dos cerrojos de doble llave. Una cadena. Todo, para proteger una puerta oxidada que podría despedazarse de una patada. Entramos, se colaban los rayos del sol por los numerosos agujeros. En el interior, más allá, una tienda de campaña. Hizo chocar dos cables de alto voltaje, se encendieron luces por todo el contorno del techo derruido del Union Pacific. Luces de neón, casi todas blancas menos algunas rosadas.
-Ven. ¿Listo? Pero debes prometer. Debes prometerme
A Igor, le había hecho cientos de promesas, todas, suponían para él, promesas de vida y cuya ruptura, podría poner en peligro la existencia de alguno de nosotros.
-Sí
-Nunca digas a nadie dónde está. Ni dónde estoy. Ni dónde estamos.
La misma promesa que me solicitaba cada vez que nos veíamos.
Se encendió un cigarro de mota vieja.
-Ábrela
Abrí la carpa de lona plástica azul, entré. El ambiente ultramarino y traslúcido, como si se estuviera varios metros bajo el mar y ahí, al centro de la carpa, ella.
-¿Cómo ves?
-¿Es...?
-Sí
-¿Dónde...?
-Shh shh ¡shh! Carnalito, no, no. ¿Para qué? Sin preguntas hermano. ¿Para qué? Lo importante es que está aquí.
-Sí, claro.
-Toca el tubo de la izquierda
-¿Éste?
-Sí
Al tocarlo, se encendió una luz en el travesaño de la carpa, que iluminaba perfectamente su tesoro:
Una motocicleta Yamaha XT 500 1978 modificada, extendido su tanque de gasolina, incrementados los amortiguadores. Sí, era ella. La motocicleta con la que Ciryl Neveau, había ganado en 1979, el Rally París Dakar.
Pero, ¿qué hacía aquí? ¿porqué Igor la atesoraba? Y sobre todo, ¿qué carajos tenía él que ver con las motocicletas? Y más aún ¿porqué quería mostrármela bajo tal secrecía? Igor nunca tuvo interés en el motociclismo –no que yo supiera-, lo suyo eran las lecturas en idiomas distintos –aunque no los hablara-, la colección de discos, las opiniones acerca del fracaso de Occidente. Pero no el motociclismo. Nunca el motociclismo. No tuvo ni siquiera una bicicleta, vamos, ni siquiera llegó a montarse en una.
-¿Sabes qué es?
-Eh.. sí, ¿una moto, no?
-Claro, ¿un toque?
-Sí, gracias
-¿Sabes qué moto es?
-Ni idea
-¿Sabes qué era el rally París Dakar?
-¿El qué?
-Jálale
-¿Qué era que?
-Una puerta
-¿Una... qué?
-Trae
-Ta buena
-No mames, es más vieja que este vagón
-La hierba
-También
Soltó su carcajada llena de humo. Soltó algunas lágrimas después. Igor lloraba cuando se pegaba un toque, lloraba unos segundos. Y luego su cabeza daba paso a una cascada de pensamientos. Era como si durante todo su tiempo de “cautiverio” –como les llamaba a su largas y misteriosas ausencias-, lo único que hiciera fuera acumular pensamientos y no me llamara sino hasta que consideraba que estaban listos para desbordarse.
-Siéntate
-Ajá
-Ahí, guey, en el piso
-Ajá
-Creo que tú debes usarla. La conseguí para ti. Ya la reparé -¿Igor? ¿él la “reparó”? Pero si él (no que yo supiera), no sabía nada de mecánica. Mucho menos de motos...-.
-Está casi lista. Sólo una perilla del carburador todavía no queda. Es como un reloj. Cada líquido, hermano, cada perilla, cada engrane, entra con la precisión de un reloj...
-Pero yo no sé andar, nunca me he subido a una moto...
-¿Y?
Otra carcajada, dos o tres jalones, me la pasó, un jaloncito tímido.
-Ya no se hace en África.
-¿Qué?
-El rally, el París Dakar. Los cabrones ahora lo cambiaron para Argentina y Chile. Ya no es lo que era, por supuesto. Ya todo está patrocinado. ¡Hasta el desierto está patrocinado! Ya nadie se pierde, todos traen gps...
-Como tú
-No mames cabrón, lo mío es otra cosa, lo mío es para estar en contacto...
-Ajá, claro
-¿Ya sabías, no?
-¿Qué?
-¿No te había contado?
-No sé, ¿qué?
-Que estoy en contacto. Que soy un contactado
-¿Un... contactado?
-La cosa es, que ahora se atraviesa el desierto de Atacama, es una ida y vuelta de Argentina a Chile por el desierto. Y esta moto, hermano, esta belleza, esta reliquia o testimonio del tiempo, fue la primera en ganar el rally cuando se hacía en África. Se atravesaba el desierto desde Marruecos hasta Argelia, atravesando el Teneré, hasta la costa de Dakar. Era una puerta. Todos los pilotos que lo hicieron, atravesaron ¿entiendes?
-Eh... no
-No importa
-Siquiera
-Tienes que ir.
-¿A...?
-Al Dakar
-¿A África?
-¿Qué no me pones atención en nada pendejo? A Argentina guey.
-Ah, sí, perdón. .. a ¿Argentina?
Silencio. Un jalón largo sin quitarme la mirada de encima. Lentísima la salida del humo. Lágrimas de nuevo en sus ojos.
-A buscarlos. A buscarte. A encontrarlos... A encontrarte...
-¿Qué...? ¿Cómo...? ¿A qué?
-Éste es el punto. Éste ha sido el punto de todo, hermano. Para eso te encontré. Por eso somos hermanos.
-¿Me encontraste? ¿Para esto “me encontraste”?
- Ponme atención
-No pues sí, si atención sí te estoy poniendo...
-Te pones re pacheco y muy pendejo con esta madre, a ver no mames, trae
Y se fuma el puro completo, de dos jalones.
Ese día, tuve la noción de que Igor siempre supo algo que yo apenas intuía, y que estaba apenas por descubrir. Me dijo que la moto era mía. Me dio la combinación de sus numerosos y sofisticados candados. Me dio la llave de la Yamaha y una revista de motociclismo en la que se daba cuenta del famoso rally París Dakar. Y luego, en la parte posterior de una tarjetita de table dance,  un nombre y un correo electrónico:
Nuria
-¿Y esto?
-No es una puta, escríbele.
-¿Qué, para qué, quién es?
-Tú me contaste sobre tu sueño, tu sueño acerca del desierto ¿no?
-Pues sí, sí, pero era un sueño... y además, ¿eso qué?
-Tú debes ir al desierto.
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Nuria tenía un blog. Nuria se movía más por el espacio virtual que por el espacio físico. Nuria tenía más contactos electrónicos, que su piel registros de contacto con otras pieles. A Nuria le interesaban las redes internacionales. Nuria necesitaba siempre, alguna red. Nuria estaba sedienta de ser atrapada, como un pez martillo, por una red gigante. Nuria se procuraba todo tipo de redes. Era una tejedora de marañas para los solitarios como ella. Pero no, no era ella sólo una solitaria, sino que buscaba tendiendo sus marañas, la posibilidad de un centro al cual asirse. Nuria habitaba el centro de un tronado. Nuria era en sí, el centro de un tornado violeto. Que no conseguía desplazarse demasiado sino que se instalaba en alguna población pequeña y dichosa, como la de Dorotea, y que elevaba las diminutas y desvencijadas viviendas por los aires durante mucho tiempo.
nuriaytoto@gmail.com, así lo tecleó, así la buscó en el facebook, a través de esa dirección le hizo llegar sus primeras impresiones, algunas frases cargadas de la indecisión de sus pocos deseos, porque desde luego concretarlos, no corresponde a los seres humanos -nosotros, los menores- y mucho menos el hacerlo en esas letras apareciendo de una pantalla iluminada. Más siempre que uno se adentra en teclear hacia un .com en concreto, es posible definir ciertos contornos  e imaginar determinadas geografías, parajes informes, y combinaciones imposibles: desiertos sosteniendo manglares en su interior, o algunos oásis al fondo de un cráter marino. Así él, debió en el inbox: “Un amigo mutuo me dio tu dirección. Electrónica. No sé si sepas quién es. Ni si este mensaje te llene de desconfianza e impida que aceptes, la posibilidad de reunirnos, en algún lugar. Público. Al aire libre de preferencia” Y en el mail: “Hola, mi nombre es Amador Gallardo Villaseñor. Un amigo en común me dio tu correo. Desea –nuestro amigo en común-, que nos conozcamos. Dice que tú me ayudarás a encontrar algo que estoy buscando. Ya sé que suena ridículo. De hecho, puedes desechar este mensaje. Creo que lo escribo sólo por cumplir su deseo. Si en una semana no obtengo alguna respuesta tuya, comprenderé en efecto, que se ha tratado de una broma ridícula de Igor.” Y para cuando oprimió con el cursor el send, ya casi la totalidad de sus sentidos habían recorrido la posibilidad de algunos ríos subterráneos de quien seguramente se llamaría Nuria.
Y así también, halló el blog: www.lavozdetoto.blogspot.com De modo que también era probable, que su nombre, fuera Toto. O... Totó, como el perrito que vuela dentro del tornado, rumbo al reino del mago de Oz.
Ese blog que llegaba a robar de algún escondrijo, la posibilidad de arrojar la sensación de contar con vida propia. Ese blog, que era sin duda extensión o reflejo de algún animal nocturno propio de las zonas marginadas –el fondo de los acantilados, los vados de riachuelos inexplorados que en segundos traducen su rumor en aconteceres caudalosos-; ese blog, actualizado siempre entre las 2:11 y las 4:18 a.m., en promedio; contenía generalmente eso: links a desplegados periodísticos de toda clase de sitios, prácticamente en catorce o diecinueve idiomas distintos siempre; y todo ello, sin embargo, dedicado a lo mismo: el fenómeno de la desaparición.
No la desaparición del ilusionista ni del escapista.
La desaparición forzada.
De personas.
De seres humanos.
La desaparición involuntaria.
Violenta.
Dictatorial.
De Estado.
A cada artículo, en minutos, le eran sumadas decenas de voces y en ocasiones, centenares de comentarios, todo ello en muchos idiomas, incluso alguno de las mesetas del Tíbet en donde el canto de los monjes, se confunde con el compás del andar de los Yaks. Y ahí supo él, ahí entre el baile de los Yaks, consiguió él, Amador, avistar que no era posible saber que la ausencia de certezas, era precisamente lo que ese desplegado o muro de las lamentaciones iba grabando con cada tecleo desde mil o seis mil setecientos servidores a lo ancho del mundo conocido. ¿O existe acaso uno solo, que entrecruza la mixtura de todo lo  precario? Un servidor para los frágiles. Un blog para los desaparecidos. Un sitio web para intentar en el lapso de los horarios de madrugada, desatascar la maquinaria del acontecer. En él, navegó durante horas, seis, acaso nueve, en él se regaron las cien o doscientas quince historias de desapariciones. ¿Quién es ella? ¿Quién es Toto – o Totó-?
Tal vez, estaba ella compuesta, de esa sustancia, capaz de dilatar todos los sentidos del predador y desplegarlos a lo largo de la arena que apenas se levanta y que consigue ese efecto de movimiento, ése, el de las dunas que ha de sugerir con sus caprichosas formas, la misma suavidad que pudo Amador intuir, del contorno de la piel de ella.
Tal vez, sólo Amador podría haber intuido que se trataba de Totó, de una mujer y no del perrito de una niña volando por los aires; tal vez, únicamente Amador, de los miles de visitantes, seguidores, usuarios y escribas del blog; percibió esa dilatación en sus sentidos, cuando recorrió los cientos de desplegados, manifiestos y coments del sitio. Ese espacio virtual, fungía con tres propósitos fundamentales (mismos en los que se dividían sus páginas): 1. Recibir solicitudes de búsqueda de personas desaparecidas. 2. Desplegar información acerca de desapariciones forzadas. 3. Intercambiar las solicitudes y la información, con diversas organizaciones a lo largo del planeta, abocadas al mismo fin: hallar a los desaparecidos. Algunos gadgets interesantes: A la derecha de la pantalla, un contador de visitantes: 100,837, al minuto de que esto se escribe. Abajo, una mapamundi que destaca con colores, las zonas en las que mayor actividad está habiendo en relación al sitio, al momento que esto se escribe: el África subsahariana, Sudamérica, Centroamérica, Las zonas siberianas. Hizo falta extender quizá, en esta ultima aplicación, una liga al resto del universo, para evidenciar el conteo de los cientos de extraviados en estrellas fugaces o meteoritos que se disuelven por la fricción que provoca en ellos, la velocidad de la atracción gravitacional de algún planeta o estrella inevitablemente atractiva o de densidad superlativa. A la derecha, abajo, casi en la esquina, un inserto de Youtube, en el que era posible ver videos documentales, manifestaciones personales, etc. Ya en la parte más baja de esta zona derecha, una serie de links de las asociaciones, grupos, instituciones, e incluso dependencias gubernamentales “adscritas” al sitio. Del lado izquierdo: “porcentaje de apariciones” 0.7% en relación a las solicitudes realizadas; en la misma zona, abajo, un espacio para desplegar los coments; se interesó Amador, click: los dos más recientes: “¡Esto nos mantiene luchando!” “Notable mejoría” Ambos en distintos idiomas, el primero en inglés, el segundo, en Kiryanwanda. ¿Qué es todo esto? ¿Cuántas personas habitan esta madrugada los servidores permanentemente encendidos y esparciendo esos lenguajes binarios en todas direcciones? ¿Qué conserva como brújula alguien que se apea a su telcado y monitor, tantas horas? Porque el gadget más interesante: “Usuarios conectados en tiempo real” –click para chatear-: 10,365. El número varía cada minuto. A veces se dispara. No baja de 10,000. Al menos no en este lapso de horario. Más de 10,000 personas esperanzadas en la labor de Toto –o Totó-... o Nuria.

viernes, 23 de septiembre de 2011

LOS ESCOMBROS Y LA BREVEDAD

Ahí bajo sus pasos, claro que llegó a escuchar el crujir de sus fragmentos; claro que en el video que registró al viento, las frecuencias del crujir de sus pasos, se superpusieron incluso por encima de "Song for Bob" de Nick Cave con la que hizo el intento de musicalizarse. Musicalizar los escombros. Para que un día suene su registro al compás del crujir de los pasos que sobre ellos deambularán mucho tiempo, horas inmensas, y luego los años.
Estará tal vez, entonces, el Arte; para tomarlos y retirar del camino su aroma, para salpicar con algún aliento, las ilusiones para lo venidero, o al menos, para permitir a las excavadoras el abandono de la memoria, en otro altar que no sea el Teatro, sino el silencio. Porque ante la muerte, se hace un silencio de mil o siete mil trescientas palabras. Sean éstas, un primer intento, algunas decenas para su relato.


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Mil abrazos
¿Si no, dónde recogeríamos nuestros escombros?

José Alberto Gallardo
Teatro de la Brevedad
Director

martes, 13 de septiembre de 2011

Pretextos para lo venidero II



Pero ahora, habría el emplazamiento, ser con plenitud imaginado, desplegado en amplio sentido, integrado al muladar ése de contradicciones y fragmentos de desconfiados y entrecortados impulsos a los que la experiencia de su existir, ha arribado -tanto como cuando evadiendo las formaciones de arrecifes y corales, una tripulación desesperada arroja las anclas incrementado su peso con el de su esperanza en atracar en alguna formación del fondo, porque continuar navegando más, no les es ya posible-

Así que, el emplazamiento entonces, el espacio, más el tiempo, aún no:

Se ve circundado por lo que en su tiempo habrá sido un impecable recubrimiento, mezcla de adobe y cerámica, cenizas y algo de arcilla; más ahora, resquebrajado, desavenido, desembrado; disecando al tiempo y lo caprichoso de la angustia de sus cicatrices.  Son ahora muros claro oscuros,  con restos de aquella época en la que el marrón, ornamentó algún inmenso salón que escuchó decisiones cuya consecuencia, seguramente ahora a cuestas, determinada generación lleva con cierto pesar; ese marrón, se extiende ahora a lo largo de los muros como una insegura pincelada, descarapelado casi por completo. Mas debajo, es donde se halla quizá el vestigio de que si no voces, al menos sudores arañaron lo largo de muchos centímetros de sus áreas: esos tabiques horneados, esas rocas entre los tabiques, ese recubrimiento bajo el recubrimiento, esa máscara dentro de una máscara, ese rostro cicatrizado, que ya no sangra pero al que le es ya imposible lavar de sí, los rastros de sus hemorragias.

Él, quien teclea y ya casi no siente, en el sentido literal de la frase; se encuentra en la esquina superior izquierda: una especie de isla para el vertedero de las palabras, acaso sobre un tapete evadiendo el piso, ya un terregal, ya un apolillado parqué por el que además de danzar, muchas parejas debieron en otra época, haberse asesinado mutuamente, sino durante el acto sexual, sí a la par del arrasamiento de alguna guerra anecdótica. Ése, su islote sobre el tapete: nace del resto de lo que fue un muro, un “saliente” antes de la esquina, contra el que a ratos llega a recargar de costado la cabeza, sobre la sien. Él, en un sillón de piel, de ésos a los que solía llamárseles “ejecutivos” y de los que ya no hay en fabricación, porque llevan consigo la extinción de una época. Luego una mesa, sobre ella, su computadora, las teclas: su ventana y vertedero para el vómito del mundo.

viernes, 9 de septiembre de 2011

Pretextos para lo venidero




Éste, un hombre casi inmóvil. Que teclea sin cesar sobre una computadora.
Una sola cosa inquieta hoy a mis sentidos..: su ausencia, la ausencia de ellos; la casi total y completa ausencia de manifestación sensorial: No son ya mis oídos quienes como antes, percibían el rezago de tus alientos rezagados; ni mi piel, la que pudiera ahora guardar esos desdenes tuyos: ese medio toque o la disonancia de tu decidido desprendimiento de alguno de mis miembros; ya mi lengua no conserva el sabor de cuantos debieron ser los contornos de tu música, tocada al piano y sin embargo, empleada como para adentrarse a través de tu lengua en mi garganta. Ya queda poco para el olfato y su recordarte hecha del aroma de las aguas subterráneas y que en ciertas latitudes, expulsan sus vapores con la fuerza de los volcanes prehistóricos. Hoy, el devaneo está en la ausencia de sensaciones, en la escasez, en esa morbidez de lo consistente del organismo: la consciencia de su acontecer a través del tiempo mediante en efecto, esos sus sentidos con los que te has hecho. ¿A dónde es que te los llevaste todos? He llegado a imaginar que les conservas disecados, sobre las alambradas de tu campo de concentración particular, de tu Treblinka privado para tu íntima contemplación de lo que fue la conquista que de nuestra vida, llevó a cabo el desasosiego.
Tú, la desamparada. Tú, el animal dormido. Tú, la nacarillo invadida del antídoto para su propio veneno, o la coralillo adormecida por el suero de algún veneno extraído del cadáver del explorador seducido por la danza de una pitón.
Tú, no el reptil, tampoco la hiena o la especie de tarántula llena de colmillos en todas sus partes; sino que tú, la esfinge. Con garras retráctiles y hoy retraídas, con colmillos afilados y hoy apenas asomados entre los labios; con el medio cuerpo de pantera hambrienta y en celo y el pecho de águila y las alas no de halcón sino de demonio. Tú, ese ser con ojos de loba inmóvil, cuyas pupilas contraídas no se apartan un solo segundo de la amenaza.
Así que paso las horas provocando la mínima inquietud para los residuos de mis sentidos: muevo apenas los dedos, percibo apenas sus yemas contra las teclas y me invento una melodía nueva para simular la contracción, el desenfreno o el acalmbramiento de cualquiera de mis músculos. Y como no sé de música, y como carezco de un piano, y de tenerlo, no sabría qué hacer con él como no fueran trizas y fuego de él; más bien tecleo letras en esta computadora. Porque cuando han los sentidos sido arrebatados por una esfinge, de lo poco que queda por hacer mientras hace la muerte su trabajo; es formular enunciados como éstos que ahora seguramente lees; es permitirles el devaneo, a las necedades de la memoria que te evocan enjaulada.
Sí, tú, la prisionera. La criatura exótica que observar en el zoológico y a la que su alimento, le es arrojado desde dos o cuatro metros de altura, fresco, recién desollado, sangrante apenas.

Esa mujer que atraviesa la estancia dedicada a la espera.
Que lo hace de ida y vuelta y sin cesar, y que pasa por el sofá y que de él se desparrama, como una cascada que a pesar de nacer apenas, suele conllevar la fuerza de las cataratas del Mc Kinley –en su parte más alta-.
Porque ella más que vivir, espera un pretexto para hacerlo. El pretexto es generalmente telefónico, y por ello bien podría decirse que es esta estancia, la estancia del teléfono o de la espera. De lo postergado. Porque fuera de ella, no hay vigilancia alguna, más en este espacio, existe la persuasión: se mira a sí misma con persuasión, con constancia se recorre una y otra vez. Un vaivén de miradas, porque cada reflejo, sombra o destello sobre su piel, es igual a esa tenue variación de las escamas de la piel del camaleón. Ella, la mimética, la que preferiría adquirir para sí la textura de lo circundante antes que ser avistada por sí misma. 

continuará....