lunes, 19 de diciembre de 2011

Un apunte a "...el resto es silencio"


La dificultad para una "espeleología" de lo intangible, o el manifiesto fracaso del pensamiento en tanto lenguaje para adentrarse en lo inestable -y por ende indefinible- y contradictorio del estado -condición, aunque prefiero "estado", en tanto existencia: presencia, experiencia- humano; han dado paso a la concepción de universos paralelos que hemos dado por llamar Arte y que en las Artes Plásticas (sobre todo en las no figurativas ni conceptuales), disuelven en sí, en gran medida, la lógica que del pensamiento, hemos aceptado como idealización de verdades fundamentales -verdades "del alma" (por llamarles de un modo)-, no marginando sino ahondando fuera de magnitud, sondeos que no necesariamente tendrían que ser descifrados por aquél que ha fracasado, sino que vividos, podrían ampliar los horizontes de la existencia, y ello, en un instante. 

Lo anterior, lo escribo luego de una hermosa noche con Guillermo Arreola y Braulio Peralta; cuando ya en el postre cocinado en su punto por mi entrañable Guillermo, la reflexión saltó a la mesa y no ha dejado de vociferar en mi cabeza. Curiosa contradicción.

Más de las frases -lenguaje-, más contundentes que en mi muy corto conocimiento del Teatro me han conmovido y obligado a cambiar la perspectiva de mi mirada, se halla sin duda esa última frase de Hamlet, ya herido de muerte, en brazos de Horacio, y vaticinando en el futuro inmediato, el fracaso de la palabra -y el Teatro-, en lo venidero para su reino. Fortimbrás reinará con la espada. Hamlet no ha conseguido con la palabra y el Teatro, dar luz a la justicia o a la civilización. Su fracaso es además y ante todo, cuanto calló, porque la palabra en su tiempo -previo al Renacimiento-, se hallaba subordinada al acero. Así, sus últimas palabras no sólo vaticinan el futuro, sino que dan cuenta en efecto, de su derrota:
... el resto, es silencio.

Guillermo Arreola, cuya pintura a mí, me ha auténticamente cambiado la vida, llevó a cabo una exposición hace más de un año: El resto es silencio. En ella, expandía los intangibles que las convulsiones violentas de nuestro país, han ido surcando en lo que podríamos llamar alma o bioquímica o memoria o corazones. 

Hoy, la frase retoma y despliega una contundencia insospechada en mí.

Nada que decir, todo o nada que callar. El pensamiento se ha retraído, su lenguaje ha levantado las banderas blancas -raídas, tintas en sangre algunas-. No es que nos hundamos. No es que el frío tras el cristal nos devuelva únicamente la memoria de los vencidos. No es que la helada cubra el horizonte. 
Es que no sé que decir ante este hoy.
Es que todo eso, correspondería quizá, a lo que sospecho de mi Teatro, de mis palabras, pero un agotamiento les contrae. 

Hoy quisiera adentrarme en tu estudio, amado amigo, y permanecer muchas horas en tus pinturas. 

El resto, es silencio.

sábado, 17 de diciembre de 2011

EUTHANASIA/ el intento de una novela de hace cerca de 10 años.



EUTHANASIA.
Por ejemplo, un hombre.
Solo.
En cualquier lugar.
Blanco y gris.
De acero y yeso .
Sobre el concreto de muchos años.
Un hombre solo, se detiene.
Digamos, por ejemplo, que fuma. Que en un instante enciende un cigarrillo, aspira y fuma. Y tras de cuya bocanada la consecuente Historia, porque de cada cigarrillo que se enciende podría en sí descubrirse la Historia de la Humanidad entera.
Permaneció contemplando el cielo. Escuchando una fuga. Escuchando al viento. Permaneció escuchándose a sí mismo. Su respirar. Su rumor. Su voz , muy grave. Lento. Se escondió detrás de un árbol. Se escondió detrás de sí mismo. Se escondió para no ver. Central. La Estación Central.  Bajo vapores. Bajo óxido. Permaneció esperando.
SÍ, se dijo, debe ser un hombre feliz.
Bajo el concreto, permaneció contemplando ciertas estrellas prematuras en la aún tarde. Escuchando al viento. Y escuchándose a sí mismo.
Ella tiene la capacidad de tornar en feliz a cualquier hombre a su lado, se dijo.
De hacer irrumpir la felicidad en un hombre y volverlo feliz, se dijo.
Descubrió hace tiempo que un día se vería aquí mismo, en la Estación Central, sin equipaje y sin boleto para destino alguno en particular. Por ejemplo, este hombre, en este día, a esta hora, y en este lugar, quien ha terminado de elaborar las cuentas con la que fue su vida.
-¡Esta es mi segunda vida! ¡Esta, es mi vida!- se dijo, a la vez lo dijo en voz muy alta, en el centro de un gigantesco espacio blanco y gris como la Estación Central. Después, caminó un poco y se sentó en una de las únicas sillas vacías mientras en sus oídos entraba el ruido de las palabras deletreando destinos, líneas, horarios, y uno que otro nombre. Él, por ejemplo, ya no tiene nombre. Ya no tiene pasado. Ya no tiene nada que cargar consigo. Por eso no lleva ni equipaje ni dinero ni passport. Por eso se sienta en una de las únicas sillas vacías y contempla su alrededor. Se pregunta, por ejemplo, si alguno de sus conocidos se preguntará a su vez, por él. Si alguno de sus clientes habrá cambiado ya de médico veterinario. Si le habrán llamado por teléfono, si su buzón estará a punto de derrumbarse dado el peso de los requerimientos, notas y confidencias. Y entonces, aún sin quererlo, también se pregunta por ella y enciende otro cigarrillo. Sabe que hoy, ahora mismo, habrá un hombre feliz porque puede poseer, aunque sea por este instante, la belleza de ella en su retina y el consecuente nervio óptico y de ahí a la corteza y el parasimpático. Todo el procedimiento lo conoce de sobra. –La vida se encargará de cobrárnoslo- se dice y ríe. No es un hombre anciano, pero es un hombre viejo, por ejemplo, cualquier viejo que podríamos confundir con cualquier viejo en cualquier terminal, encendiendo un cigarrillo y riendo.
Se ha bañado, afeitado, cortado el pelo, decorado, perfumado, aceitado incluso. Hizo ejercicio. Se preparó. Para la respuesta definitiva, la respuesta que habrá de responder todas las preguntas de la Historia, la que habrá de aclarar el sentido de todo, de las últimas Guerras Mundiales y la estancia en su particular bunker ubicado entre el aparato de Golgi y algún Ribosoma, extraviado entre el Parietal y el Bulboraquídeo. Bulboraquídeo. Bulboraquídeo.
Ahora sentado en una silla en la Estación Central. Ella en un privado. En cualquier café. Sentada porque afuera llueve. Él en el mismo privado, ambos en el preciso instante en el que sus ritmos cardíacos se detienen para un suspiro, una mirada de hastío o el cambio de postura. Me dijiste que aún sabiéndolo todo, que aún sobrándote el dolor, eras capaz de volver. Yo te dije, con mi silencio, que tenía miedo. Mucho más miedo del que hubiera sentido antes. Me senté. Te sentaste. Ambos miramos la ventana durante horas. Miramos con curiosidad los cientos de rostros que se agolpaban en torno a ella para escrutarnos, para con sus miradas invadirnos, incluso nos causó un poco de risa, recuerdo, la forma extravagante que adquirían una vez agolpados contra el cristal, deformados, terroríficos. Supimos que fueron horas porque el cansancio acabó por derrumbarnos. Te quedaste dormida y yo te ví, ahora a tí, a tu vez, contra el cristal mismo de la ventana pero dentro de nuestro hogar, y parecía que te fundías con la ventana y con el rostro extravagante que desde el otro lado del cristal lamía tus mejillas arrasadas. Me dijiste que lo que habías sentido todos estos años, era amor. Y yo te escuché, en silencio. Y ahora que te miré dormida, deslizándote hasta el suelo por el impúdico cristal tras del cual ya no cientos sino unas cuantas decenas de ojos aún nos miraban porque el resto se había aburrido, quise volver a besarte y te apreté, casi muerta, contra mi pecho. Me dijiste que aún me amabas. Hoy he salido a la calle, las banquetas aún mojadas y el piso oscurecido por un amanecer nublado. Desde afuera te vi, ya no entre decenas de rostros sino en medio de unos tres o cuatro curiosos que te miran dormida al pie de la ventana. Babeas, tienes frío y por eso aprietas los puños crispados contra tu pecho. Te sangra la boca porque también aprietas entre tus dientes tu lengua. Nuestra lengua.  Ahora camino alejándome, te ahogas con un pedazo de lengua, nadie acude a auxiliarte aún cuando uno de los curiosos ha intentado romper la ventana y otro más ha hecho aspavientos pidiendo auxilio. Una ambulancia, un camión militar y un automóvil de la policía bancaria acuden a salvarte la vida. Yo, en silencio, lo miro todo trepado en un poste, como cualquier curioso de la multitud. Estaremos mañana agonizando el uno frente al otro de nuevo, en un diminuto cuarto de la sección de urgencias de cualquier hospital. Ella sorbe un poco de café. Él mira en silencio la ventana. Quiere cogérsela. Quiere que su verga sangre y que el ano de ella sangre. Quiere morder su clítoris y arrancarlo de forma definitiva. Quiere tragárselo para después vomitarlo. Quiere que ella le arranque el prepucio a fuerza de succionarlo entre sus labios o bien a fuerza de apretar sus piernas sangrantes. Quiere devorar sus pezones y que ella le arranque las venas del cuello, que los dientes de ella se encajen en sus testículos. Quiere que ella a su vez lo penetre, con lo que sea, con una pistola, con una daga, con el instrumento propio para empalar corderos antes de meterlos al hoyo del horno. Y quiere, mientras tanto, que ella repita, en voz muy baja todas sus palabras para él, quien a su vez, repetirá todos sus silencios. Me dijiste que me amas. Me dijiste que ahora lo sabías. Y que por ello ahora eras un hombre feliz. Agitaste con una mano mi cabello mientras, con la otra, te frotabas la frente. Se arqueaba tu cuerpo en un curioso ir y venir contra el mío, como un niño que se orina y no quiere que alguien lo sepa. Te acostaste, medio rostro escondido entre el colchón y la almohada, con el cuerpo desnudo y sudando. Pasaron horas mientras sudabas y el colchón, que habíamos cubierto de manera especial con sábanas blancas, para una noche especial, iba viéndose invadido por el color carmín y marrón de tu sangre que debajo de tí y a la altura de tu cadera se expandía hasta que finalmente comenzó a escurrir. Te escurría sangre desde el recto. Comenté que habría que cambiar no únicamente las sábanas sino también el colchón y tú sonreíste, te detuviste un momento y luego reíste. Yo reí contigo. Ahora me levanté, me acosté, boca abajo, contra tu espalda. Mientras veo pasar la carretera a mi lado, imagino las horas en que te acomodaré la cara sobre mi cuerpo, las horas en las que te cerraré los párpados a fuerza de besos y mordidas. Serán muchas horas, hasta que nos durmamos y creamos que al día siguiente se acabará el mundo, yo sentada, mientras hablo con alguien que me coquetea, tú en silencio, mientras alguien te masturba. Se aproxima un hombre uniformado con un auricular en la oreja izquierda, evidentemente se comunica con alguien más al otro lado de la sala. Alguien indica que bajen el voltaje de las luces, así que ahora, sumergidos en una penumbra, otro uniformado se acerca por el frente. Un hombre de traje azul marino, muy oscuro, desde el fondo se aproxima sin apartar la vista. No se identifica, únicamente se sienta a observar, sin apartar la vista. Repentinamente, la penumbra vuelve a verse iluminada y cinco uniformados se han distribuido por entre las mesas. Otros cuatro hombres de traje azul marino o negro, también se han sentado. Ninguno de ellos aparta la vista. Ella da otro sorbo a su café. Los rostros pasan, impávidos ante la inclemente lluvia, frente al ventanal iluminado a la izquierda de él y a la derecha de ella. Su fotografía le acompañará como hasta ahora, y las imágenes que guarda en la memoria. Levanta el teléfono, los rostros aún empapados, pasan mirándolo.

            Se ha afeitado el cráneo. Su cráneo refleja la luz artificial del establecimiento. Ella termina por sonreír. Lo justo sería que te mataras a ti mismo. Te dije que te amo. Que podemos comenzar de nuevo. Ahora me encargaré de curar la angustia. Ahora me encargaré de cuidarte.

            En total fueron desplegados veinticuatro agentes más personal de apoyo. En total, toda la operación arrojó el siguiente saldo: Dos incomprensibles suicidios y otros cuatro intentos. Entre el personal de apoyo, siete bajas. En total se ocuparon cincuenta y cuatro horas desde que se dio la orden, se planeó la operación y este momento.

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-Es usted un hombre libre.
Normalmente el estado le canalizaría hacia algún tratamiento pero dado su caso....
-¿Tratamiento?
-Terapia.
-¿Terapia?
-Psiquiátrica. En su caso.... Deberá buscarla por su cuenta. Y acudir a firmar cada semana. De lo contrario se le recluirá bajo otros cargos.... ¿está claro? Es usted un hombre libre.


El hombre libre. El hombre nuevo. El que ha resucitado. El que ha vencido a la muerte. El que ha bajado al infierno. El que hoy, es un hombre libre. El nuevo hombre sobre una tierra nueva a la que con las botas de exconvicto anuncia de nueva cuenta su irrupción en la Historia. Alarga un paso, extremando las precauciones como quien anda sobre un delgadísimo cristal o bien un espejo o, como los actores orientales, sobre papel de china. Él pisa la grava suelta de un asfalto impregnado del rumor de la reciente pólvora y de las recientes orugas, -¿lo merezco? ¿merezco todavía vivir? – se pregunta cuando cada diminuto grano  de grava y de formación artificial se arroja detrás de su paso, lento, como si toda una vida estuviera a punto de revelarse en los precisos y preciosos instantes en los que el sol atardece y las nubes reflejan toda la gama cromática que a su vez se refleja en el sudor de la frente del hombre libre, del hombre nuevo, de quien ha resucitado hoy.
Estuvo preso los últimos años, bajo ningún expediente en particular, bajo ningún cargo. El fólder que contuvo su archivo, los últimos años, asienta que no tiene nombre, que su acta de defunción fue extraída para verificar su veracidad, que el expediente judicial está vacío o bien se extravió el original o que en realidad se borraron las letras a causa de algún extraño agente químico. El archivero de metal y señalado con siglas ilegibles para evitar su robo de las instalaciones de la oficina de Trabajo Social del Reclusorio contiene la Historia de un ex convicto así mismo ex hombre ex ser humano o ser exhumano. Que ahora camina con los últimos rayos de la tarde sobre su cara reflejando un sol desconocido, revelación propia a quien da sus primeros pasos hacia lo que el común de la gente llamaría libertad.


ESCRITOS SOBRE EL PRINCIPIO.

-¿Es usted familiar?- la voz a través del auricular conectado al primer aparato Terminal que a su vez se encuentra conectado a otros cuatro. De ahí a los audífonos y las grabadoras, los localizadores. -¿Es usted familiar? ¿Qué relación tiene con ella?.
El segundo y dieciocho centésimas que tarda en contestar, resumen los últimos días, los últimos acontecimientos y toda una vida a través del cristal de una vieja veterinaria. Donde apesta a mierda de perro y gato, a cagada. Donde él mismo ha contribuido últimamente con sus propias heces al particular olor. -¿Tiene algún vínculo con ella? -¿Ella?, quien precisamente hoy constituye el diminuto goteo bajo sus fosas nasales, la agitación de cada celda de la mitocondria, el residuo de cada alveolo. Toma papel y plumilla llena en tinta. Últimamente escribe. Palabras, letras cansadas de escribirse a sí mismas. El relato de sí mismo. De su propia caída. Del último de sus fracasos.
-Sí, soy su pareja.-
-Anotaré esposo, entonces. Gracias.
-De nada.
Esposo, entonces. Qué día. No se atreve a imaginarla. A ella. No se atreve a ver sus ojos. A extraer de su memoria la textura infinita de su cabello, donde anidó todo cuanto en los documentos no ha sido precisado. Todo cuanto lo ha devuelto tras el sucio cristal rotulado “Médico Veterinario” Consultas diario. A cualquier hora. Donde nadie se detiene para que a su criatura amada le sea detectado algún síntoma dado el cual respira con dificultad u orina con sangre. Está haciéndose tarde. Suponía que empacaría todo el instrumental previa desinfección, pero se percató de que esto no tendría sentido alguno. Supuso así mismo una última carta, a manera de despedida, como marca la tradición, pero tampoco tendría sentido. Supuso entonces el resumen de sus memorias, el último de sus porqués o bien el definitivo que habría de aclarar los más de ochocientos treinta y cuatro mil doscientos trece restantes. Es octubre. Como en mil novecientos sesenta y siete. Mil novecientos setenta y siete. Mil novecientos diecisiete. Es otoño. Es el principio de una tarde nublada. Gris.
-Me gustaría que posaras para mí
Es el médico Veterinario Zootecnista quien lo solicita. Es el médico en la plenitud de su vida: camisa blanca, pantalón blanco, bata azul cielo,

GÉNESIS.

-Sherman. Cuarenta y cinco milímetros. Automática. Escuadra. Silenciador automático. Cargador con nueve tiros. Cinco cargadores utilizados. Al último le restan cinco tiros. Cuarenta impactos en total. Cuatro en la frente. Siete en las mejillas. Diez en el torso. Cuatro en cada pecho. Tres en el bajo vientre. Seis en la vagina. Uno en el corazón y uno en la boca. Una obra de arte perfecta. ¿Lo recuerda?
- No.
-Así fue.
-No lo recuerdo.
-Es una pena.
-Sí.

Una pena.                    Como tomaría el arma, el instrumento. Cómo colocaría sus dedos en él. Cómo la dirigiría sobre el cuerpo de ella. Cómo sería su rostro en ese momento, y el rostro de ella. Que días nublados, que hojas secas sobre el piso mojado, asfalto a lo más. Que mano que temblando sujeta el seguro. Como vería su cuerpo ahora. Ultrajado. Desnudo. Que música de fondo. Que hora. Qué lugar. Qué fecha. El ya no utiliza las mismas letras para escribir las mismas palabras. El cambia las letras y su sentido, sobre todo al hablar y no le dice nada. Solo un te amo en qué día tan seco y oscuro tu boca. En que fría la piel de tus pezones. En que fría la piel. No piel. Labios. No labios. Vagina. Tu sexo tu olor tu humedad. El ya no utiliza su propio cuerpo en el sentido lógico que marcan hacia la derecha las agujas del reloj. En amplísima sala, el reloj en un lugar muy alto, detenido. Detenido . Para siempre. ¡Soy el mismo, soy yo! Grita en silencio entre el cómo sus manos y el cómo el cuerpo desnudo de ella, recién poseído, recién húmedo. Seco y frío. Y como puede verse, él cierra la boca. Se aprieta la lengua contra el paladar y Cada diente contra cada diente, la lengua también entre el maxilar superior y el maxilar inferior. Como el ojo contra el gatillo, la vista contra vello, lunar, peca, labio, cicatrices siempre sobre el suelo mojado. No únicamente asfalto sino también concreto. El concreto entre los ojos y las uñas. El concreto en las orejas. En los oídos ensordecidos. ¿Cómo sería? Se dijo el día. ¿Cómo quisiera morir? El suelo mojado que únicamente sus pasos. ¡Soy todavía yo! ¡Amor mío, amor de mi vida, amor de siempre, amor para siempre, amor mío, amor mío! Calladito, calladito. La voz en cada letra pierde un decibel. Entonces se llenarán de lágrimas los ojos del hombre, caería entre sus pies el pedazo de lengua, caería así mismo algún diente. Se asfixiaría e in extremis. In Extremis. ¿Puede verlo? ¿Puede olerlo? El sabor a óxido ferroso ¿FO2? El secreto es acerca de cómo saber ejercer la venganza. La venganza, como cualquier otro medicamento bajo observancia médica rigurosa, es administrada en dosis que van de las seis a las ocho horas, sea por vía oral o intravenosa. En este caso, se trata desde luego, de la segunda. El secreto es acerca de cómo conseguir el aprendizaje de la dosificación aún con el mal a cuestas. La enfermedad. Es acerca del organismo, acerca de sus fluidos y la consecución que a partir de ellos se ejerce como medio para proliferar virus y enfermedades desconocidos, destructivos, enormemente atractivos y siempre fascinantes. Es acerca de la disolución de los argumentos del adolescente, del cautivo y del animal. Es acerca de la confrontación entre la materia y las diminutas partículas que la conforman y que cada determinado tiempo, de manera inevitable y como vehículo de una sabiduría superior, entran en un profundo conflicto, provocador de auténticas revoluciones, precedentes a la caída. Es acerca de la evolución: Párrafo tres. Hoja ocho. Dice: -------“Entonces, creó Dios al Hombre. A imagen suya los creó. Hombre y mujer los creó” Está en el Génesis. Discúlpeme pero no puedo recordar ahora el versículo, seguramente se encuentra en el capítulo uno. La explicación gloriosa de la condena. ¿Me entiende? ----------------Se inquiere al acusado volver al asunto preciso de la declaración--------Su declaración--------Sí, dijo: ¡Explíquese soldado! ¡Expíquese! El que gritaba era el general brigadier, vestía un curioso abrigo en desuso, de amplísimas solapas adornadas con medallas de las dos últimas guerras. (Año mil novecientos cuarenta y cinco y año dos mil cuatrocientos vieintiuno) Colocó ambos pulgares detrás de mi nuca, mencionó una frase en ruso, que discúlpeme pero no puedo traducir ni mucho menos recordar ahora. Colocó ambas rodillas sobre mis riñones, colocó ambos índices contra mis párpados y oprimió. Oprimió. Tide, tide, tide, ¡stronger! ¡Tide! ¡Tide! ------- El acusado sufre un colapso, se desmaya y se pide auxilio de la autoridad competente, el ministerio público tomará nota del acontecimiento.
Tide no es una palabra, pero significa tirar, jalar, apretar. -----Mencionó que le dio su bendición. ¿Se trata de un sacerdote? --------¿Sacerdote? Sí, es probable (duda, largo silencio del acusado. El médico de guardia se acerca a revisar su estado físico.)---- No recuerdo exactamente su profesión, no se habló de ella,  pero se referían a él como General Brigadier.  ¿Brigadier es una palabra? Disculpe, estoy un poco mareado---- (Nuevamente el médico de guardia lo revisa, ahora con un interés mucho más minucioso, demora algunos minutos, se pide al guardia en turno acercar un vaso con agua y otro con alcohol.) ----¿La defensa tiene algo que decir? --- NO.
A esa hora, en ese lugar, en el que entonces podía llamar hogar, donde aún reconocía en sí la noción de hombre, donde aún le era familiar el olor a flatulencia en la madrugada, la nariz tapada, el paladar ahogado en sarro; donde el adormecimiento y dolorimiento de cada una de las fibras musculares de su espalda en combinación con los cientos de terminaciones nerviosas convertidas en nudo, no eran molestos; donde las paredes están cubiertas primero con yeso, luego con recubrimiento anti--- y finalmente papel tapiz como casi ya no se utiliza; donde incluso, aún, le era permitido ejercer su propia flatulencia sin cargo de conciencia. A esa hora, en ese lugar, el lugar al que ha llamado tantos años hogar, el lugar que como hogar le acoge en las madrugadas como ésta con una taza de café tibio y aguado, con sabor a orines y el beso oloroso de ella. A esa hora, ese día, en el lugar que él mismo ha construido con la esperanza que solo le ha sido permitida al poeta, al asceta, al apóstol y al beato. A esa hora, ese día, y en ese lugar, el tiempo irrumpe contra el silencio anunciando las cinco con catorce. Las cinco y cuarto de un amanecer de los últimos días de Invierno y con la proximidad de una segura y corta primavera. ¡Es aún de noche! Se dice entre sueños. Descubre una erección entre sus ingles, dolorosa y seca contra la tela del edredón de lana. Entonces voltea a verla a ella. Y ella dormita. Ella no ha recibido el anuncio del tiempo. Las cinco con quince. Las cinco con diecisiete. Las cinco con veintitrés. La erección de su pene aún en potencia. Voltea a verla a ella de nuevo. Ella y él. No necesitan palabras para anunciar que la vida les ha permitido existir otro día más en su amor, no necesitan palabras para anunciarse el despertar de su amor a un nuevo día. El la mira respirar a través de los labios entreabiertos, y se acerca a respirar del aire de ella. Debe ser como respirar en el paraíso, piensa, a pesar del aroma ferroso y a óxido combinado con orines de perro, como hoy, en la madrugada. Ella no se percata pero como si se tratara de que precisamente él, en ese momento, en ese día y en ese lugar irrumpiera en sus sueños; respira también de su aliento. Y así saben que su amor es eterno, que no amanecerá de nueva cuenta día alguno sin que el uno respire del otro y el otro del uno. Ella arquea un poco el cuello y el descubre el lugar preciso de la inmensidad, ve al mar en cada punto de la piel de ella y ella sonríe, sabiendo, aún inconsciente, que él la mira. Ella mueve ligeramente la cabeza contra al almohada y él descubre que su erección se humedece, como cada mañana. Porque cada día amanece el principio del mundo, el Génesis, el principio de todo, de todas las cosas, de todos los pensamientos, de todas las palabras, de todo cuanto ha querido durante toda su vida. Y mientras la mira y acontece la humedad en la punta del glande, él le agradece a ella y ella le agradece a él, en silencio, bajo las últimas estrellas de la noche, antes del amanecer, en este día, a esta hora y en este lugar. Las cinco con veintinueve, aún en la cama, el cuerpo de él se enfría en la espalda, se humedece en lo más próximo al cóccix. Tide, Tide. Quisiera permanecer inhalando el bióxido de carbono combinado con ethil de ella, quisiera que esta fría mañana de Febrero perteneciera al tiempo perdido, quisiera no tener un trabajo que realizar.
Ahora ella, boca abajo, sobre una plancha de acero inoxidable de altísima calidad, una aleación capaz de hacer ceder la corrosión de los fluidos que ha conocido a lo largo de tantos años. Ella helada. Ella blanca. Ella dormida. Ella. Que ojos cerrados. ¡Qué no se cierren! Pensar pasado, pensar sin decir, decir no palabras, no bocas, no tacto, no nalgas frías contra el escusado lleno, desbordándose. ¡Amor, la bomba, se desborda!
El la mira, las cinco con treinta y tres. Un trabajo por realizar. Se levanta, no va al baño como es su costumbre, sino que preferiría ir directamente a la cocina y comer, lo que sea, comer y beber, lo que sea. Va a la recámara que ha supuesto su estudio durante los últimos años, aún cuando debió haber ido al baño y preferiría algo de comer.
----¿HA tenido el acusado, ha contado con algún trabajo además de las ciento veinticinco ocupaciones distintas que se enumeraron en el expediente?---
Una dona cubierta de chocolate caliente, chocolate Hershy´s o Quick. Quisiera volver a mirarla. Quisiera poder tocar de nueva cuenta la inmensidad de su tibieza. Juguetearía con la idea únicamente, de no ser solo un traductor de las radiografías de sus deseos, sino alguien mucho más cercano, casi un confidente capaz de escribir sus secretos con su propia saliva, su semen, sus sudores, incluso orines y eventualmente materia fecal cuando se trate de descubrirse al amor en el ano de ella o a través del suyo propio, cuando ella introduce de uno a tres dedos, despacio, previa lubricación con el semen de él. Quisiera poder no imaginarla todas las mañanas tardes noches, manos congeladas y dedos artríticos.
--------Me inquietan los cinco cartuchos residuales en el cargador de mi Sherman------

Era un hombre. Era un niño. El hombre, a un lado de la ventana, sentado. El niño, en cuclillas, detrás de la taza del baño, a un lado del lavabo, entre el marco de la puerta y el cesto de la basura. Era un hombre. Hablaba. –Este no es un buen lugar para vivir- Decía papá. Decía frente a un diminuto y lubricado rayito de sol entre el polvo pegado de las viejas cortinas, de las últimas batallas con su ella. –Este no es un buen lugar para vivir- entre balbuceo y  balbuceo

            Entonces la fiscalía se preguntaría ¿quién es este hombre? ¿es usted judío? Tiene tipo de judío. Si tuviera barba seguramente sería judío, o árabe. Musulmán. Habría que llamarle a alguien, en el otro lado. La tarde que se refleja en el pavimento, que alumbra sus pocos ojos con su poca vista. ¿No mencionó que la amaba? No en un documento oficial, no en el expediente que será inmediatamente destruido ¿sirve usted a alguien? ¿de quién se esconde? ¿qué idiomas habla? Se le han detectado al menos catorce pasaportes distintos, un centenar de ocupaciones además de la de médico veterinario, terapeuta alternativo, pintor y poeta. No tiene cuentas en ningún país extranjero sin embargo al menos la mitad de sus nombres pueden ser investigados en dieciséis países. Ya no constituye un procedimiento de rutina. Alguien que rompe de tal manera los esquemas, que impide a los licenciados a su ronda habitual llena de whiskey, tabaco y putas. Que en sí mismo nubla su vista, porque ve todo y a la vez una blanca e imperfecta luz le ciega. Que Dios me ayude, piensa, Que Dios me ayude, implora, está sudando, sus ochenta y tantos kilos sudan, su boca y su media lengua, su boca y su media verga sudan, su medio ano suda.
Ahí, en la recámara, la madrugada de un día normal; se mira en el baño al espejo y desde ahí, de reojo la mira siempre a ella a quien de una forma particular ha dejado semidesnuda la espalda y entre la axila, las costillas y el codo, un tercio de seno. Él no ha abierto las ventanas porque se meten las moscas buscando el nido para sus larvas. Él no abre las cortinas porque el sol acelera el proceso de descomposición de sus carnes, por ejemplo, las hemorroides que llegarían a medio glúteo. Él no ha abierto ningún paso al exterior, permanecerá guardado como un tesoro, porque él, en sí, es un tesoro. Así se lo hizo saber ella cuando lo nombró amor de mi vida, amor para siempre, amor desde siempre, amor mío. Así lo descubrió él cuando dentro de ella experimentó lo más cercano a un infarto al miocardio y a un derrame cerebral, justo en el momento más alto de placer, es decir, el orgasmo, que tras lo propio continúa en una eyaculación. Él no abrirá las ventanas por su temor a las moscas ni abrirá la puerta por su temor a los rumores de los restos de la última radiación, a un lado una mujer aún encendida en llamas llama a su hijo, un niño aún carbonizándose permanece sentado esperando a mamá, un hombre corre con la ropa pegada a la piel y hecha una con la sustancia del tuétano de sus huesos derritiéndose a razón del plutonio hecho polvo por el ambiente. Aquí corre una niña desnuda ambos pies con fuego. Allá corre un hombre medio cráneo expuesto el cerebro, los filamentos, los vacitos cubiertos con la ceniza propia de su expelo, su excabeza y hasta sus excejas y exfrente. En medio el sol brilla a través del polvo y la ex vida avanza al otro lado de su puerta, donde con su oreja pegada escucha aún el lamento  de la aún encendida mujer llamando en silencio a su hijo porque ha decidido callar desde que fue su hijo el único motivo real de placer. Ex hijo Ex madre. Ex vida.




Cualquier día. Cualquier hora. Cualquier año. De su cualquier vida. En su cualquier hogar. Hoy. En su cualquiera amanecer despertando bajo la consigna cualquiera.- El nazi ha sido detenido. El fascista está muerto. El judío enterrado.- en su oreja, el bao, el residuo, la exlengua sepultada debajo de sus exojos. ¡Despierta! La otra fue una mujer. Era ella. Una mujer que despertaba a su lado. Encogida. La amarró antes de todo. Para hacerle patente su amor, para explicarlo y explicarse con total claridad. La amarró ambas manos arriba ambos tobillos abajo ambos brazos atrás. ¡Despierta! Cualquier pretexto para atarla. Por ejemplo, su amor. Cualquier deseo, cualquier susurro último a la noche, primero de la madrugada, último al oído de la otra que fue una mujer que despertaba encogida a su lado. ¿Qué ves? Tide. La presión sanguínea. El pulso cardíaco. La frecuencia respiratoria. La baba sobre la exlengua, el pseudorostro, hasta anidarse en lo que llamaríamos su oreja contra el ocre de la sábana que cubre la colchoneta. De cualquier cama. Él no ha sido clasificado no numerado no condenado no juzgado no sentenciado. Él simplemente abriendo sus ojos. Simplemente despertando al canto del mundo en un dormitorio ajeno al rumor de la enfermedad, ajeno al pasado, incluso ajeno al presente. Un dormitorio aislado dentro de sí mismo. Dentro del pseudorostro, la exlengua y la baba. Ella despertando. Ella soñando. Ella también con baba. Ella en sus labios, en la exlengua, en la antinariz y el contramiembro o bien pene o bien, simplemente “el colgajo” pero siempre ella, ahí, en él. En la frecuencia respiratoria, es decir, anidada en la mitocondria. En el flujo y el aparato de Golgi.  En la tensión y las fibras estriadas. En el vehículo de su arte y su pluma y poesía. Ella el nombre. Ella es el asesino, ella es el diplomático, el vencido, el ideólogo. Ella, es su voz. Los pelos de ella. Pseudorostro contracama contrasábana contranariz. Siempre ella: Pentanofenantreno: glucosa. ¡Despierta! Alrededor, la geometría de cuarenta mil tabiques sepia. De su hogar, su dormitorio. Un dormitorio blanco y sepia. Machacadas todas las cornisas de óxido. Un dormitorio donde el aire huele a éter. Donde las manos se hielan desde que amanece hasta que vuelve a amanecer. Donde los pies se hielan igualmente. Donde los testículos permanecen en un estado de permanente contracción, y suelen prácticamente desaparecer luego de unas semanas, volviendo al estado de la infancia, incrustados en la parte baja del pubis, delante del perineo. Dormitorio gris y blanco, permanentemente iluminado y permanentemente a la sombra. Sin posibilidad de sentirse minimamente animal, minimamente humano, minimaente hombre. Donde las nociones desaparecen, urgidas de fe. Acudir todas las mañanas desde el dormitorio helado a recibir la comunión en el Ala Norte, donde se ha improvisado una Capilla. No hay santos, no hay vírgenes. Hay un semicalvo que eleva el cuero de Cristo sobre su calva. Urgencia. Acudir mucho antes de que anochezca al escusado en medio de los restantes veinticinco inodoros dispuestos en dos filas, una frente a la otra. Sepultado en mierda. Voy a hacer un pastel esta mañana, porque hoy es mi cumpleaños. -Siete de octubre- yo no cumplo ninguna tarea específica (cocinar, taller de carpintería, taller de Teatro, costura, lavandería, dealer) ni pertenezco a ningún programa de readaptación, mucho menos tengo un historial que cargar, que revisar los fines de semana cuando las oficinas se llenan de abogados. Un pinche y jodido dormitorio. Enfrente El y El se masturban el uno al otro. Arriba El y El se masturban mirando a El y El masturbarse el uno al otro. Yo escribo. Porque soy un poeta. A pesar de que percibo la erección de mi devastada verga. Justo cuando El eyacula sobre la cara de El y El sobre los muslos de El. No se penetran, aunque desearía que lo hicieran. Que mostraran a todo el dormitorio sus mutuos orificios. Yo eyacularía entonces sin necesidad del tacto. Pero escribo, porque yo soy un poeta. Yo soy lo que queda de mí y a quien El mira luego de lamer de los muslos de El el semen recién expulsado. Un dormitorio de fierro, sepultado entre el Edificio A y el Edificio E, de manera que debería ser el edificio B o el C o el D, sin embargo, es el llamado Dormitorio de Condenados. El incrustado entre el B y el D, tampoco es el C, sino el Dormitorio de Recién internados, y el supuesto F, o Ala Norte, es el Dormitorio de Procesados, que sería lo mismo que condenados. Un dormitorio Ajeno al mundo, sepultado en los muros que circundan las alambradas que circundan los muros que circundan los barrotes que encierran láminas que circundan las paredes sin recubrimiento, sino heladas, que circundan los pasillos entre cristales entre cancelería oxidada, entre niebla al amanecer que circunda el infranqueable muro, el infranqueable acero, trabas, candados, cadenas, óxido. En la saliva vieja y en la garganta: óxido. FO2. Del que el poeta no ha podido escribir palabra alguna. Al poeta le hubieran cortado ambas manos, las piernas y la mitad del miembro, es decir, el glande. Donde el vive. Donde el despierta antes del amanecer. Donde el sentido del olfato se ha agudizado adquiriendo nuevos derroteros, y nuevas formas, y nuevos instrumentos. En este caso, la lengua. Que había sido mutilada, que no le permitía cantar ni rezar en voz baja porque sentía que vomitaría en cualquier momento. El sacerdote mismo vomitó durante una confesión, muy al principio, casi recién ingresado, es decir, cuando dormía en el Edificio que debería ser llamado C. De En su presente, no hay fechas, no hay números, no hay días, no hay horas. Tampoco hay nombres. En su presente, hay un ligero temblor en las rodillas a causa del intestino nuevamente constreñido: Colitis. En su presente abundan los porqués, aún a sabiendas de que han sido respondidos todos. Esta es mi vida, esta es mi cama, esta es mi pluma, esta es mi poesía, esta es la hoja sobre la que escribo mi poesía, esos dos son él y él que ya se limpian tras la eyaculación de él dentro la boca tras la lengua entre el paladar de él. Aquél es el otro él que permaneció intacto mirando el acto amoroso. Yo en mi vida, yo sin sombrero, yo frente a una ventana cubierta con el muro del edificio Be. Yo en mis pantalones, en mis zapatos sin calcetines, el sudor y los hongos contra el hule y la piel de las botas. Yo en espera siempre.
¿La espera? ¿Las razones de la espera? ¿El pastel? ¿El festejado? El día de mi cumpleaños. ¿El castigo? ¿La condena? ¿El encierro? ¿Porqué siempre tiene alguien que morir? Las razones son simples, y se encuentran acotadas en más de cuatro mil kilos de documentos, recortes, cintas, fotografías, videos, diskettes, cd’s, declaraciones, declaraciones preparatorias, folders, cajas, y música grabada de alguien que tocaba al piano durante largo tiempo y que ignoró todo ese tiempo que se perpetuarían sus intentos en cientos de cintas. Todos alojados en el expasadizo secreto. La espera es por que la memoria desarrolle el siguiente mecanismo, por que la máquina no agote todo su combustible y se permita siempre un paso más. ¿Qué se escribe en la espera? Durante la espera
ESCRITOS SOBRE MAMÁ
Debajo de la falda de mamá, que dormitaba, se escondió un dragón. Estaba sentada sobre un banco y contra la pared. El niño la miró y lo miró. El niño sintió por primera vez la vocación del héroe y el llamado del mártir. Creyó por primera vez en su seguro destino de Salvar al Mundo. Asumió en su diminuto y escuálido – a decir de mamá- cuerpecito (a pesar del bultito que debió significar su abdomen, incubadora de algún phyllum amibae) la posición del Ungido. Se deslizó absoluto de cautela, con ambos pies sobre la alfombra que tendieron sus ángeles guardianes, que en realidad, sabía, debían ser un ejécito: Gabriel, Gaael, Cassiel, Miguel, Amibael, Getzemael, Jiargel, Daniel…caminó, tropezó con sus propios pasos y cayó a los pies de ella, mamá. Que aún dormía. Un sueño profundo, para poder asegurarse de la fisonomía celestial, para poder mirarle mucho rato, fascinarse, contemplarla, como un asceta. Ahí, hincado frente a las rodillas desnudas de mamá, describiendo con pequeños suspiros, con respiraciones entrecortadas que a las pocas semanas el médico diagnosticaría como reacciones alérgicas al ambiente, con un ligero rumor que sería un canto; la insoportable belleza de ella, mamá. Dudó en acercar su mano para salvarla del mal, del monstruo, la criatura que la acechaba debajo de su falda. Sabía que había un claro peligro de orinarse a causa del miedo. Lo había experimentado ya. No era este el mejor momento. Así que tomó más aire y miro de reojo a su séquito, les miró con autoridad. El niño en cuclillas introduce la mano diminuta, incapaz todavía de dar cuenta sobre su futuro, bajo la falda de mamá. Empuñará su espada, matará al dragón. La mano del niño se enfría, la mano del niño tiembla. El niño se advierte aturdido pero desconoce el resto de los síntomas de la infección, así que su mano continúa un vertiginoso y sin embargo lentísimo viaje sobre una piel extremadamente suave, sabiéndolo él desde luego, la piel de un arcángel. La piel tiene diminutos brotes de vello, de quizá tres días. El niño los adora. El niño quiere acercar su boca hasta ellos. Ignorante aún de la capacidad devoradora de su lengua, se acerca. Tide, tide. Tide. Veintisiete miligramos sobre la aorta, a una presión muy superior. El miocardio. Mamá suspiró y el confió en su corazón de hierro, reconoció el peligro ante la agitación de mamá. El dragón podría morderla. Mamá entreabrió los labios y dejó escapar su aliento sobre el cabello revuelto del niño. El niño creyó que la ángel le abrazaba contra sus senos tibios. Su mano siguió en línea recta y ascendente, es decir, hacia la ingle, y más específicamente, hacia el pubis. Mamá gemía un secreto, ahhhhh, mahhhsss. El niño advirtió una ligera humedad en su frente, un ligerísimo temblor en sus dedos recorriendo el vello rasurado hace tres días sobre los muslos. Conforme avanza en su recorrido, su palma se agita y advierte un calor insoportable. Esta es la vocación del héroe, el que permanece a pesar del peligro inminente y la segura catástrofe. El que no agita su respiración sino que por el contrario, la domina. Su frente se cubre de diminutos cristales helados en sustancia de sudor. Salina y asquerosa. Sus labios se entreabren y permiten salir un ligerísimo vapor compuesto de carbonos, de deseo, de amor , de admiración y desde siempre, de sumisión. La vocación del Ungido es la vocación de la renuncia a uno mismo , de la entrega absoluta; y precisamente eso: el abandono de sus rodillas torcidas sobre el mosaico helado, la displicencia hacia su vejiga en constante ejercicio de protesta, su indiferencia al conocido miedo atorado en la garganta. Todo, negado, únicamente el temblor ejercido sobre las neuronas y terminales del encéfalo. Únicamente el ardor en la palma de la mano. Únicamente el miedo. Siempre todo, hoy, absolutamente nada, y en la nada, únicamente amor. Calor, mucho calor. Como el calor de la piel morena del seno de mamá contra la mejilla cuando no se cuenta siquiera con un año y se mordisquea con malicia el maravilloso pezón oscuro y erecto del ángel que lo sostenía contra su cuerpo desnudo. Mamá desnuda, mamá empapada, mamá gimiendo, mamá besando, mamá amamantando. Como si perteneciera el relato a algún versículo borrado de los rollos del Mar Muerto sobre la Biblia en su narración acerca del Paraíso Terrenal. Estoy viendo la eternidad transcurrir de principio a fin frente a mis ojos Génesis y Apocalípsis, sobre mi paladar seco, sediento. Estoy viendo al mundo levantarse de nuevo. Estoy viendo como la mano se acerca muy despacio, temblando cada vez de manera más perceptible, las uñas intentan arrebatar los residuos de vello, que por cierto se incrementan conforme la mano del niño se pierde en la ingle. Humedad. Calor húmedo a decir verdad. Calor húmedo. Veo al niño mojarse, se orina en los pantalones y con infinito placer el líquido caliente va deslizándose como una mancha por su entre pierna, por sus muslos, hasta las corvas y los tobillos. Los dedos habían pasado de ser simples extensiones del miembro que acariciaba, a organismos autónomos capaces de extender las señales ocultas en sus terminaciones hasta el cerebro y de ahí inundar con cuantos fluídos sea necesario todo el diminuto y escuálido – a decir de mamá- cuerpecito. El dedo índice de la mano derecha del niño toca el labio mayor izquierdo de la vagina de mamá, el dedo pulgar de la mano derecha del niño, extendido, retira el calzón húmedo de mamá y siente entre la huella dactilar y la falangina los vellos igualmente humedecidos de la vulva. El niño, desde luego, no sabe que se llama vulva, para él, es un milagro. Mamá canta, y jadea, sus manos se tensan ligerísimamente y su cuello se ve poco a poco invadido por serpientes. El niño no ve a las serpientes ni al cuello, ve el pecho. Del que tantas veces mamó. El que ahora se presenta como un desconocido. A través de una tela que debió ser algodón y un bajo porcentaje de poliéster, es fácilmente distinguible el oscuro pezón despertando, contrayendo su forma en torno al centro y llenándose de algo, algo maravilloso y desconocido para el niño. El pezón crece, se levanta contra el ochenta por ciento de algodón y el restante veinte por ciento de poliéster. El niño se acerca. Su rostro ha cambiado de color. Es ahora mucho más intenso, brilla. Tiene la boca ligeramente abierta y su lengua recorre cada determinado tiempo sus labios secos. Su respiración: muy agitada. Su mano adquiere maestría. El dedo medio de la mano derecha del niño entre ambos labios de la vagina de mamá. Se apoya principalmente en el labio izquierdo de manera que con el dedo índice y el mencionado medio, abre ambos labios, como una boca. Ahora el dedo pulgar de la mano derecha del niño se frota con cierta fuerza contra el clítoris de mamá. Mamá tensa ambas manos, abre la boca, un ligerísimo vapor sale de ella, ambos pezones erectos contra la aleación de poliéster y algodón, describiendo cada borde de sus formas, incluso el color: café oscuro, tonalidades moradas sobre el café. La lengua sobre el labio inferior. Sudor entre la nariz y la boca. Sudor en la frente. Mama gime. El niño llora en silencio. Vuelve a orinarse. La mano del niño se empapa del líquido de Mamá. Mamá grita.
FIN DEL ESCRITO.
¡¿Cómo?, ¿Cómo? ¡¿Cómo?! ¿¡¿¡Cómo?! La voz de papá contra el tabique. ¡¿Cómo?, ¿Cómo? ¡¿Cómo?! ¿¡¿¡Cómo?! La voz de papá contra su puño azotando su propio rostro no terminado de rasurar, con diminutas incisiones sobre las mejillas y el cuello. ¡¿Cómo?, ¿Cómo? ¡¿Cómo?! ¿¡¿¡Cómo?! El puño de papá contra su nariz ya rota. Las uñas de papá contra sus sienes pobladas de canas bajo el cabello aún negro. Papá no es un hombre viejo. Papá es un hombre fuerte. ¡¿Cómo?, ¿Cómo? ¡¿Cómo?! ¿¡¿¡Cómo?! Papá contra la ventana. Papá sentado en la cornisa. Papá estrellado contra el muro del librero. ¿Cómo? No sabe que su pregunta se refiere a la sofisticación de un sistema de coerción considerable, coherente y equivalente a la pena. Únicamente se golpea el rostro, el pecho y el bajo vientre cada vez con menos violencia porque suda y el asma lo ataca con furia. Se dobla sobre sus rodillas, tose con sangre que escapa de su nariz y sobre todo de la fosa nasal derecha porque la izquierda se haya completamente obstruida. ¿Cómo? Mamá no responde porque ha decido callar. Mamá calla desde entonces. Desde siempre. El grito de mamá será el último sonido de su voz que el niño escuche. Papá se asfixia pero no cesa, nunca cesa. Papá blanco, papá arrugado. Sus arrugas intensificadas sobre las mejillas y el pómulo, las serpientes en sus sienes asoman la lengua. El dragón se eleva sobre ambos, papá y mamá; con unas enormes alas negras los cubre en una sombra similar a una nube cargada de lluvia, oscura sobre la tierra herida. El dragón afila sus garras mientras se eleva. De sus fosas nasales, del tamaño de un túnel para transeúntes, sale vapor hirviendo. Pero mamá no habla, no gime no llora no se agita. El dragón se precipita sobre papá y lo asfixia con su lengua. Papá está a punto de morir, pero mamá no habla no gime no llora no se agita no se mueve. ¿Cómo? Pregunta con la frente morada.
Papá salió sudando mientras el dragón se alejaba, y yo lo veía por la ventana. El dragón se aleja. Papá se acerca, muy quedo y despacio.
-¿Fue entonces cuando decidió usted dedicarse a la veterinaria?
-Sí, es correcto.
-¿Y a la taxidermia, a la pintura y las letras?
-Sí, también.
Papá muy despacio avanza hacia mamá que sentada sin hablar sin gemir sin llorar sin agitarse sin moverse, cuyo calzón aún removido, dejando al aire la vulva recién ardiente, el clítoris recién erecto, rojísimo entre el vello negro y los labios retorcidos. Estoy viendo al mundo derrumbarse de nuevo, a los dos mil quinientos tanques, a las trescientas mil tropas desembarcando, la arena en sus botas y el calzón en los oídos sin tímpanos en las granadas sobre los ojos. Los clavos en el piso de su casa. Avanza llevando tras de sí al ejército más mortífero y miserable del mundo. Las marcas del dragón quedaron desde entonces marcadas para siempre en las sienes de papá y en su constante cáncer de garganta que lo llevaron a una larga y fascinante agonía. Desde entonces con mamá en un silencio eterno, se fueron definiendo mis consecuentes aficiones como la de las dos con cuarenta y uno por la madrugada, en principio encerrado en el único baño que compartía con mamá, de cierto escondite extraía el material pornográfico, de ínfima categoría, la mayoría en papel periódico o en un couché delgado, menos de cincuenta miligramos y con impresiones sobrepuestas o tinta corrida. La ropa interior de mamá, los papeles higiénicos recién utilizados por ella, las toallas sanitarias recién arrancadas de su recién ropa interior. La luz cubierta con una toalla. Ejercer presión suficiente sobre el miembro recién descubierto durante el acto heroico. Tomar un papel recién utilizado y por tanto húmedo aún del cesto. Escoger aquél que tenga o bien tintes de lo más amarillo o bien con residuos de sangre si es el caso. Llevarlo con lentitud mientras el recién descubierto cuyo glande y prepucio indefinidos entre tanta arruga, contra la recién ropa interior. Oler. Probar entre los labios y la lengua contra el paladar. Mientras la boca prueba, la mano se agita y el material de ínfima categoría transcurre frente al sudor creciente entre el labio superior y las fosas nasales. El niño se masturba por primera vez, se embarra la orina con sangre de mamá en ambas mejillas, la lengua y el frenillo bucal. No eyacula, orina. Desde entonces mamá calló para siempre. Yo también. Y creo que todos lo han sabido, pero nadie lo noto nunca. Ni siquiera papá durante los siguientes veinte años de agonía.
Sherman, nueve milímetros de acero y aleación, presumiblemente zinc, cobre, seguramente algo de plata en el fondo. Pólvora quemada sobre el pulgar, la muñeca y el antebrazo. Clinck del casquillo contra el mosaico, la loseta vinílica semejando madera y la cornisa. El estruendo debidamente silenciado. El día, siete de octubre de mil novecientos sesenta y siete. El dirá, con las manos aún sangrantes y balbuceando a más no poder frente a los ojos perdidos de ella que sin balbucear palabra alguna no le creerá, reirá de nuevo y llorará al final. Él como el veterinario frente a la bestia infecta. Por ejemplo, él sentado, pantalones abajo, nalgas contra el tapiz. -Dos mil quinientos tanques- atronando con el martilleo incesante de sus motores el pavimento cubierto de disel. Dos mil quinientos tanques entrando en  el pavimento de sus oídos. Clinck, el estruendo posterior al estallido. Le dirá a ella quien ahora será la víctima y él quien ahora el victimario cuyos ojos cerrados, cuyos labios balbuceantes, cuyo colgajo en proceso de erección frente a la sangre viva. De ella. Dos amantes, siempre los ojos contra los ojos, los labios contra los labios, el cuello desnudo de ella frente a la lengua desnuda de él y viceversa. Ambos con la precariedad de sus estrategias mutuas. Dos amantes en la antigua cama, sobre los antiguos sudores secos, cuando la mano de él sobre la piel de ella. Cuando la mano de ella frente a la mano de él. Cuando los ojos han abandonado los párpados de los ojos del otro y los ojos de ella, cuando los labios han abandonado del todo la barbilla y mejilla de él y ella. El y ella, dos amantes en la antigua cama, de la antigua casa, del antiguo amor. Ya no se dicen palabras extraídas del cotidiano imaginario, de la cotidiana palabrería, ya no se persiguen con escritos extraídos de la propia memoria, donde difícilmente hoy anidará la felicidad pero que entonces guardaba los residuos de al menos veinte años de ella y que entonces era capaz de generar y regenerar las letras sobre el papel. ¿A qué se deben las innombrables aficiones de él? ¿A qué se atribuyen los cortes de ella? ¿A qué se obligan las incisiones sobre sí mismo? ¿Las hendiduras sobre la propia piel de ella? Ambos con la discreción de las propias obsesiones aún cuando se encuentren del todo documentadas en la memoria del otro. Aún cuando las hendiduras cortes incisiones golpes silencios del uno estén del todo grabados en el cuerpo del otro. ¡Mierda! Dice ella. ¿Mierda? Pregunta él. En el desayuno y en la merienda, las mismas preguntas y las mismas conversaciones, a excepción de hoy. ¡Mierda! ¿Mierda? Entonces el dirá antes de las manos aún sangrantes y el balbuceo a más no poder: -Con el corazón sangrante, con el corazón roto- Y entonces callará. -¿Por qué te callas?- Él le pasa un pan de dulce cubierto de mantequilla y miel a ella. Ella mastica. Ella es hermosa masticando. El había ya encontrado muchas más razones que ella para existir, y ella, Ella había asumido ya muchas más posiciones, posturas y gestos para existir sin él. Ellos no producen ruido alguno durante la merienda y el desayuno. Ellos permanecen siempre en silencio durante la merienda y el desayuno. Cuando entonces, ahora sí, es el momento de levantarse, tras el reproche en silencio de él y el milenario reproche de ella. Mierda. ¿Estás todavía ahí? ¿Estás todavía ahí? Él. Él. Él lo ha escuchado toda la noche y parte de la madrugada y no quiere irse. Quiere continuar ahí. Él  ha hablado sin mirarlo a Él durante más de siete horas. Las cinco con trece. Ha pasado su cumpleaños. No preparó el pastel. No abundaron los sombreritos y espantasuegras. Él lo mira. Él no lo mira sino que apoya la frente contra el sepia del muro que seguramente da al norte, es decir al F o de procesados y que dada la época, otoño, está helado. La frente sucumbe  bajo una considerable cantidad de grasa y cabellos pegados a ella. Los pómulos, hinchados y húmedos. La boca temblando dentro los labios. Sobre el fantasma que ha supuesto el recuerdo súbito de la Sherman tintineando en sus manos con cada estruendo y cada sucesivo clinck, cada sucesiva humareda sobre la sucesiva suavidad de la piel de ella. ¿Cómo podría haber sucedido? ¿Cuál habría sido el mecanismo sutil para el ejercicio de la tortura sin que fuera posible advertir que en realidad se trataba del levantamiento del muro implacable, de la cortina de acero y el subsecuente alambre de púas, los trípodes y el antiaéreo sobre los ojos? ¿Era posible ejercer la tortura como método de protección? ¿Cómo imaginar el ejercicio de la tortura y el proceso de preparación para el ataque, el proceso de construcción de la suficiente defensa, la protección adecuada y el bunker; si no en medio de la traición? El año, mil novecientos sesenta y nueve y extendiéndose hasta mil novecientos setenta y siete. La crisis comprendería el abastecimiento de todo el material radiactivo posible. Tras la apropiada firma del pacto de no agresión, la tortura como vía para un nuevo amanecer, un nuevo amor y el advenimiento de una tierra nueva sobre sus pieles. La de él y ella. La de ella y él. Dos amantes, frente a una nueva luna o un nuevo cielo o doscientos treinta y nueve millones de nuevas estrellas. El aire nuevo sobre las bocas de ambos, el aliento nuevo sobre los orificios nasales de ambos, justo antes del beso, justo antes de que ambos rostros desaparecieran dentro el uno del otro y el otro dentro el uno. Sobre la mirada constante e inagotable de Él sobre Él. Amor. Desprecio. Deseo. Sed. Frío. Madrugada. Sueño. Escaldofrigio. Dios. Amor. Ella. Hoyo. Agujero. Ano. Sexo. Vagina. Pecho tetas. Nalgas. Él sobre Él y Él escondiéndose contra el sepia del tabique frío de él. -¿Estoy vivo?- Pregunta con solo el aliento, la voz entre muslo y muslo. -¿Soy todavía yo? – La baba en el sepia también del pantalón – uniforme. -¿Estoy todavía vivo?-
-----------------------------------------tsssssssssss. Tttíííííí largísimo. Silencio. Shhh Shhh...-----------
Así que él ahí, en el Edificio de Condenados, con la cabeza entre las rodillas y babeando frente a las carcajadas de Él que lo había escuchado durante toda la noche y parte de la madrugada. Porque ya ha pasado su cumpleaños y ya ha pasado de nueva cuenta la oportunidad de un siete de octubre para preparar un pastel, sus gorritos y unos cuantos espantasuegras.



EUTHANASIA.


 Este día, a esta hora, en este lugar; sentado sobre una silla de madera que él mismo ha construido. Que hace crujir a placer. Para no olvidar a las horas que le siguen siendo ruines en recordarle cuan vivo se encuentra. Hace unas horas, recibió el alta definitiva, los puntos de sutura le fueron retirados hace más de una semana, el antibiótico, ha provocado ya toda la diarrea de que era capaz. Es este día, es esta hora y en este lugar. No hay nada más. A decir verdad, hay un hombre frente a él. Le habla, seguramente le habla. El animal que ahora es, en el que un persuasivo proceso de mutación –al que sin embargo le gusta describir en su única libreta, en su rincón íntimo, como evolución-, lo ha convertido; ha olvidado el habla, y las palabras le parecen acordes faltos de armonía solamente. Sin embargo es educado y cortés. Y responde. Con amabilidad y una sonrisa en los labios blanquecinos a causa del litro de magnesio que ingirió para combatir la náusea que atribuye al antibiótico. Además de eso, nada.
Son las ruinas que la más poderosa de las maquinarias ha dejado a su paso. Son en sí los embriones de la maquinaria, las extensiones de una prevalecencia que según los registros conservados, se vislumbra durará muchos años. Se trata de la muerte del poeta, de la agonía de sus palabras y del polvo que arrastra ahora la brisa de un tiempo al que le será por completo indiferente su pérdida. Se trata de cualquier brote infeccioso. De cualquier virus mutable. El cuerpo que ha contemplado y más tarde hecho suyos todos los padecimientos hasta poder asumirlos como parte de un nuevo credo. La falta de oxígeno, el exceso de hidratos de carbono, los niveles de dopamina siempre bajos, los perhidrociclos descompuestos, las heces hechas pedazos, acuosas y amarillentas, la invasión del ozono en su sangre, la baja estima contenida en los ácidos nucléicos, el ribosoma. El ribosoma. Todo.
 -¿Eso es todo?
-Sí.
-¿Todo para ser donado?
-Todo.
-Bien. Señor. Como su asesor financiero. Como su amigo también. Debería. Debo, preguntarle el porqué y aconsejarle que quizá otro tipo de inversión sería mucho más productiva incluso para los fines altruistas que usted desea...
-Es todo, gracias.
-Entiendo.
Es ese. Sin vida, sin pasado, temiendo, muy cerca, que incluso en pocas horas, sin dolor. Ese a quien invade una ansiedad en todo conocida. Que tiene miedo. Que ahora sale. Con el  paso mucho más lento. Con el paso del que ha dejado atrás enterrado todo. Absolutamente todo. Y la luz apenas filtrándose por el vitral de la puerta, enmarcado, desde luego, en caoba oscura. El olor a tabaco dulce, el polvo de muchos años sobre libros nunca abiertos. Su paso. Dudoso, respirando pesadamente y riendo un poco a pesar. Todo a pesar. Ya no le serán necesarios los cuidados ni las inyecciones a media madrugada. Ya no habrá que cambiarle el cómodo entre las siete y las nueve trece de la mañana. Ya no pedirá otra bandeja para su vómito dado que la que tiene está a punto de desbordarse sobre su vientre. Ya no abultado, ya no denotando la obscenidad de sus carcajadas. Un suspiro al llegar a la última puerta, la que comunica con la acera vacía, pintada de un sol nublado. Caminará y se dirá sin voltear nunca hacia atrás: “Ahora empiezo a vivir”. Con los bolsillos completamente vacíos.  Con las heridas aún sin cicatrizar del todo pero ya sin los puntos, ya sin la necesidad de curaciones entre las veintidós y las veintitrés treinta. Caminará algunas cuadras y comenzará a sudar. Ya no le importará su cara brillante, repulsiva, piensa, ni la camisa manchada de ocre en las axilas, ni la grasa acumulada en el interior del cuello ahora blanco. Después se detendrá un poco y quizá la curiosidad lo asalte. Quizá crea que alguien lo reconoce. Quizá incluso piense en que ella podría aguardarle justo en esa esquina y quiera volver la cara y mirar, aunque fuera por última vez hacia atrás. Pero no. Caminará. Solamente caminará y creerá por última vez también, que finalmente el mundo se ha detenido un instante para esperarle. Creerá que nunca fue necesario decir adiós. Y que todos los años intentando postergar el final valieron de alguna manera la pena para colocarlo hoy ante la posibilidad por lo menos.
Sin embargo, la puerta está aún demasiado lejos. Y su mano lejos también de aproximarse a empujarla, reconoce su deber de apaciguar un tanto, de nueva cuenta un dolor en el pecho, bajo las recientes heridas. Tal vez aún necesiten una última curación, piensa. Una última. Tal vez es aún demasiado pronto. Y aunque no ha llegado a la acera, aunque no ha andado ni una cuadra, su cara ya brilla y el aire parece sofocarlo hoy de una manera inclemente. Su rostro reflejado en el cristal de la última puerta, denotando el dolor de todos los años hace un instante enterrados. Y el sonido. ¡Dios mío, el sonido! Pasos secos. Hoy no se le humedecerán los párpados, hoy no pensará en nada. Hoy permanecerá callado. Y su silencio habrá de revelar su condición disidente. No habrá necesidad de torturarlo para que confiese. A ninguno le interesará manchar sus nudillos con una sangre ya de por sí podrida. A nadie le interesará gastar saliva en amenazas sutiles. Todas se han cumplido ya. Y vivir de nueva cuenta el momento. Creerá verse ante los ojos de ella. Y advertirá otra vez cada uno de los rasgos de su rostro. Le parecerán hermosos y experimentará la necesidad de llamar a la enfermera en turno y al médico de guardia. De nueva cuenta exigirá conocer el diagnóstico. Y con asombrosa lentitud, su cuello resistiéndose sin embargo, la mirada perdida en un horizonte que se estrecha con cada segundo, recorriendo desde el piso, gastado y con las manchas de muchas batallas, hasta el techo que acababa de ser pintado para poder intentarlo una última vez; voltea hacia atrás. Siempre me pareció un lugar enorme, se dice, demasiado frío tal vez. Habría sido bueno cambiar la alfombra después de lo del techo. Le gusta creer que es la primera vez que está ahí. Entrecierra los ojos hacia la terraza, murmura: ¡Olvidé regar sus plantas! Y ríe. Ríe y llora a la vez. Como un niño. Y cree asumir un acto de honestidad al murmurarse muy quedo que está ahora, tal vez demasiado cansado para evocar las últimas batallas.  Para volver al principio del discurso. Al principio de los porques. Al principio de nueva cuenta del recuento de todos estos años. Suspira. En medio de la sofocación general, un suspiro. De nueva cuenta, solamente un suspiro para resumir todas las dudas y ahora también, la angustia del regreso del dolor en cada punto apenas cicatrizando.
-¿Señor? Algo no concuerda en sus documentos. Suerte que lo alcancé. Creí que habría ya salido.
Un sobresalto ligero, acallado de inmediato: -Que suerte. ¿Qué documentos?
-Su número de registro en el Seguro Social. No lo tienen registrado como contribuyente desde hace....
Papeles, muchos papeles en las manos de ese hombre que por extraño que parezca, suda también. La temperatura: quince grados centígrados, y seguramente, bajando. Enfoca, duda.
-Desde hace treinta y cinco años. ¿Está bien la fecha? Se cuestiona, revuelve con mayor ahínco sus registros, confirma: -Sí, mil novecientos sesenta y siete.
Mil novecientos sesenta y siete, fecha, siete de octubre, hora, las dieciocho treinta y ocho. Oscureciendo. Se prevé un anochecer frío. Un cielo estrellado. Despejado. Viento. Los últimos acontecimientos son conocidos por todo el mundo. Los titulares han dado cuenta de ellos. A su manera, pero no es un hecho desconocido. Así que mira desde la lejanía de sus recuerdos a los papeles, al rostro asombrado del hombre sumergido en ellos, la alfombra desgastada, el techo nuevo. Las molduras apolilladas de la escalera del fondo. La sala a la izquierda, en su mayoría invadida de polvo; el comedor, cubierto con mantas. Es mejor, para que las sábanas no se manchen, recuerda la voz de ella. Usualmente lo invitaría a sentarse en la sala. A pesar del polvo. No le importa en realidad que el casimir negro, importado, del asesor financiero y amigo se dañe con las virutas que la plaga deja a su paso. Con el polvo de las fotografías de los primeros triunfos. Incluso el aceite seco y deteriorado de su rostro, enmarcado sobre la pared del fondo.
-Vamos a la recámara.
-Señor.
-¿Si?
-Debo preguntar, lo siento. Creí haber revisado los documentos lo suficiente. No sé como pudo escapárseme ese detalle. Usted sabe, sin comprobar datos tan simples, sería imposible hacer los movimientos que me ha encomendado.
-¿Qué iba a preguntar?- Ahora ya ha comenzado a andar. Se aleja cada vez más de la última puerta. Las escaleras. Crujen. Huelen.
-¿Es esto, perdón. Es esto, su acta de defunción?
Ya no contesta nada. Solamente camina. Y los peldaños que pisa crujen pero aquellos sobre los que el amigo se tambalea, truenan, rechinan y se manchan con gotas gruesas de sudor. La temperatura; quizá trece grados. Pronóstico: Continuará bajando. La sofocación del asesor, sin embargo, creciendo siempre. Diagnóstico: asfixia próxima o reacción alérgica con principios de asma. Tos. Tose. Nunca había estado en el primer piso. Al segundo acudió las últimas semanas. Para poner orden en todos los documentos. Llegaba a las nueve treinta, después de haberlo visitado en su cama de enfermo número veintisiete,  haberle dado cuenta de las últimas operaciones, solicitado su permiso para nuevos movimientos, anotar respuestas sugeridas por el intermitente sonido del marcapasos. El callaba, y nunca apartaba la vista del techo. Todos los días se retiraba preguntándose ¿Estará sedado?, de ahí, a la oficina de médicos, el diagnostico: Pasó el peligro, recuperación asombrosa, cada día mejor. De vuelta a la cama número veintisiete, firma los documentos con asombrosa ligereza, despedida formal. A las nueve y cuarto, en el recibidor. Tomaba todo el aire posible, la mirada al frente siempre, sin embargo, la visión periférica le revelaba lo que hoy está a punto de conocer, el primer piso. En el segundo a las nueve veintinueve. Nueve treinta, en el despacho. Encender la luz, abrir la única ventana cuyo mecanismo aún no está del todo oxidado. Permitirse la ventilación, ésta debido a una prescripción médica. ¿Sufre usted de sudoración constante? Sí, doctor. Padece usted de eccema ¿Eccema?  Se refiere a ciertas erupciones en la piel, molestas sobre todo alrededor de las orejas y en la parte trasera del cuello, la nuca concretamente. Desde entonces, ha tratado con cierta devoción siempre, de que permanezcan ocultas, empero su profesión, desde luego.  No he sido un mal hombre, se repite con insistencia todas las mañanas entre las nueve cuarenta y cuatro y las nueve cincuenta y dos. ¿Por qué merezco este proceso de mutación? Estoy convirtiéndome en un animal. Una transformación casi permanente. En la mayoría de los casos imperceptible para los demás, incluso para su asesorado y como él mismo le ha nombrado, su amigo. Incontables ocasiones reparaba en la ventana más de veinte minutos. Nunca se preguntó en realidad por qué. Hoy, detrás de la silueta negra de su amigo a razón del contraluz que entra por una rendija al fondo del pasillo, lo hace. Quisiera subir al segundo piso y asegurarse de haberla cerrado bien. En realidad, quisiera descubrir un secreto que no ha podido contar ni siquiera a sí mismo.  La silueta negra respira con sofocación. Gime. ¿Estará llorando? ¿Qué clase de recuerdo guardarán todas las puertas cerradas a ambos lados nuestros? Según mis registros, nunca contrajo matrimonio. Al menos no hasta el día de su....muerte.
-Hablaremos en la habitación que solía ocupar con mi difunta esposa. Es la más limpia.
-Por supuesto.
Golpe. Habría que asegurarse de estar lo suficientemente consciente. ¿Estaré soñando? Largas horas de insomnio combatidas al amanecer con suficientes dosis de Prozac y café negro –el azúcar, le aseguraban, a su edad, puede ser fatal-; pueden generar serias distorsiones en la percepción de la realidad. Evidentemente podría ser este el caso. La vista nublada, otro síntoma infalible de una próxima crisis nerviosa. Y todo ello por no mencionar los años de sudoración constante sobre las yagas del eccema. La temperatura: estable, trece grados centígrados. Cruje una madera más. Gira un enorme picaporte dorado, con un nombre escrito en latín. “Laodiceus” Seguramente el nombre de ella, reflexiona el asesor. La luz, recibida tan de golpe, ha provocado una ceguera momentánea que detiene la especie de sollozo. Piensa que su amigo no se ha percatado de él y aprovecha el impacto de la luz para limpiar sus mejillas. Lo invita a pasar con una cortesía peculiar, prefabricada. Necesita un trago. De lo que sea; agua, por lo menos. Instintivamente piensa en abrir la ventana y saltar. Dejar las cosas por la paz; finalmente, si sus bienes no eran aprovechados para los fines de caridad que él deseaba, no tenía importancia; finalmente, seguro no se trataba siquiera de sus bienes. Necesita un cigarrillo. De lo que sea.  La ansiedad, los viejos rudimentos de un cuerpo resistiéndose siempre a convivir con una realidad que se presentaba hasta hacía unos instantes, totalmente nueva, liberada del contundente peso de tantos años encarándola, en lo íntimo siempre, en silencio y solo. Precisamente ahora piensa en ya no reconocer más el viejo padecimiento. Antiguamente, quiere pensar, sudaba y me era imposible mantenerme inmóvil más de diez segundos, doce a lo más. Ahora, los asuntos. Cortesía por supuesto:
-Perdóneme, ¿le ofrezco café?
-No hay.
-¿Cómo dice?
El síntoma, la indiscutible presencia del mal, la evidencia de su capacidad destructora, el cinismo de su manifestación; el cuerpo tembloroso, la boca seca, la inclemencia de las reacciones de un cuerpo despreciado por sí mismo durante tanto tiempo. Ausencia de los acontecimientos presentes. El acontecimiento, desde luego es que han sacado todo cuanto pudiera ser perecedero, y en el acta u oficio que así lo asienta dice, cuanto pueda ser vehículo del virus, es decir, materia orgánica. ¿Qué virus?  ¿Ha sido esta historia, de la que estuvo hace unos instantes a punto de escapar, incubadora de un mal no documentado? Esta historia, su historia, nuestra historia, piensa sin embargo.
-Perdóneme, estoy un poco desconcertado. Me preguntó por mis documentos. ¿Puede mostrármelos?
El casimir se ha manchado. Hay grasa acumulada en el respaldo del sillón “reposet” frente a la cama sobre la cual su asesorado lo interroga sentado, con la mirada dirigida siempre a la ventana, cerrada y con una cortina asimisma cerrada, interponiéndose. Esto le molesta, de alguna manera, en sí, toda la situación le molesta. La incomodidad, el cambio o mejor dicho, rompimiento del esquema planteado hace semanas, a raíz de la falta o desaparición como él se imagina, de un documento y la aparición, a su juicio, o encuentro, de otro tan fuera de lugar como lo es el acta de defunción de un hombre vivo, todo ello aunado ahora al casimir de lana gris peinada y ahogada en grasa, lo altera. Su gesto lo denotaría, pero casi siempre conserva el mismo. A decir verdad, cualquiera diría que su gesto permanente es el de una evidente molestia y asco. Asco, la grasa, seguramente ha llegado al cuello de la camisa, blanco y almidonado. Eso es lo de menos, lo angustia su mal, el eccema, se combinará la grasa del “reposet” color violeta oscuro con la propia de las erupciones de su nuca. Infección. Supuración amarillenta en aumento, con toda seguridad, durante los próximos días.
-Podría, sí.
-¿Podría? ¿Entonces...?
Hoy el gesto de su interlocutor lo sorprende, se potencian algunos rasgos, otros se borran definitivamente, el general del perfil se afila. Excusa la sudoración, excusa su respuesta pero piensa que la nueva actitud de su amigo lo inquieta en demasía, acecha, yo soy la presa. Ahora calcula el ataque, se imagina seguramente la distancia, me mide, le he de parecer inofensivo. Porque, desde luego que es consecuente, mi ánimo postrado en una cama no debió serle, durante las últimas semanas, del todo elocuente. Los papeles.
-Los papeles.
-¿si?
-Sí
-No
-¿no?
-No señor. Primero deberá responder a mi pregunta.
Entonces le parece que la insignificancia de ese hombre desaparece muy lento. Y a ése le parece que el eccema se desata de manera furiosa sobre toda su piel. La quietud. La voracidad misma. Ahora nublado, ayer solamente rastros de un diluvio, el sol se asomaba para esbozar un atardecer. El aire ausente y silencioso, siempre en el intento de silbar para componer un cuadro lo suficientemente romántico. Pero las tardes ya no son las tardes. Los días han dejado de transcurrir con lógica. La ventana no se ha abierto en muchos meses. Y aparecen brotes de organismos vivos en las hendiduras de la madera hinchada contra la que apoya su brazo, últimamente herido por sí mismo. ¡Se nos acaba el dolor! Se dice. Y el temor. Siempre el temor. Cuando niño, entre él y el mundo, únicamente el miedo. Hoy, ni siquiera eso, que se ausenta cada segundo de esta tarde particularmente quieta. Como si aún fuera de mañana y la promesa de un atardecer apareciera lejanamente posible. Ya no me sobra imaginación para idear la manera de mantenerlo conmigo. Recuerda las incansables batallas. En sí, repara en cada punto de la estrategia. El alto grado de precisión que llegó a alcanzar. El sofisticado sistema de espionaje. El impenetrable mecanismo de represión. Las demagógicas formas del dolor. Se sacudía, por ejemplo, recuerda con el brazo humedeciéndose -¡Habrá que provocar un reumatismo que por lo menos lo acompañe esta noche eterna que tan lejana vislumbra!-; el pene. ¿recordará ahora la forma de su pene? Se responde afirmativamente. Aunque el largo letargo y las erecciones eternas, siempre castigadas con disimulo y furia;  la inevitabilidad de los cientos de formas del dolor una vez recluido al servicio del virus, solamente esboza la forma borrosa de un prepucio tal vez mucho mayor que el tronco que contiene. Manchado y con la marca de los vasos sanguíneos, en un estado de permanente putrefacción.  Lo sacudía contra cualquier objeto filoso que hubiera a mano en la intimidad del retrete. Innumerables navajas para rasurarse, de tres hojas, afiladas electrónicamente, para aminorar el dolor. Sobre el glande, y en sí, sobre el borde de las ruinas de su prepucio, apuñalado y retirado en la lejana niñez. Sus lágrimas, la aparente política de no agresión, el cerco implacable. Ya de ninguna manera tiene sentido devolver un suspiro a la última puerta. Pensaría que ahora sí, ha perdido todas las batallas. Que el muro infranqueable será derrumbado dentro de muy poco, que la cortina impenetrable se retuerce cubierta de óxido y se agrieta como todo su cuerpo. En un instante, se ha resumido la finalidad de toda una vida. Y en un instante, todo sentido se ha perdido. Se ve a sí mismo con las últimas laceraciones, con las huellas de la última sutura, con la debilidad propia de la reciente alta obligada, con la mucosa interna borrada por el bombardeo corrosivo de los antibióticos. Se ve a sí mismo desapareciendo entre los granos de polvo de la última trinchera y en un instante, de nueva cuenta frente al presidium de un siniestro cuarto de interrogatorios cubierto de mosaico. Se concentraría en las formas curiosas del moho entre ellos, o bien en las marcas color sepia de lo que debió ser un brutal encuentro entre un rostro y la pared. Pero en realidad, quiere tocar el piano y acompañarse con acordes extremadamente fuertes.
-La fecha es un siete de octubre ¿cierto?
La voz le devuelve a su insignificancia, revuelve dentro de la lustrada y finísima piel de su portafolios, que por otro lado, nunca ha dudado, le ha cubierto las imperfecciones de la mutación implacable, como le gusta reconocer frente al espejo.
-Permítame.
Enfoca nuevamente, el chasquido de los labios.
-En efecto, sí.
-De mil novecientos sesenta y siete. ¿sabe usted que dijeron los titulares del día siguiente?
Richard Nixon, o quizá Kruschev, Vietnam o el advenimiento de la próxima olimpiada. Las novedades de Díaz Ordaz. Los sindicalistas rindiendo culto. Información reservada a la Secretaría de Salubridad y Asistencia. Siglas S.S.A. Que por el momento el señor secretario ha indicado sea investigado a fondo el caso, por el bien de la nación.
-Lo ignoro, era yo muy niño.
Las yemas se inquietan, marcan su forma sobre la piel lustrada, color negro de su portafolios. Curiosamente, le recuerdan a su padre, viejo y marchito, que entonces solía frotar las suyas intentando recomponer la armonía que con un desgastado acetato de  Nina Simone se arrebataba entre las dos cuarenta y las tres treinta y cinco de la madrugada, cuando le tomaba diecisiete minutos aproximadamente llegar al baño para orinar y dejaba su rastro de incontinencia y de próstata invadida de cáncer por el pasillo de madera. “Debí tener como diez años, pero él, era ya demasiado viejo, seguramente había envejecido más de veinte años durante ese año.” Lo recuerda porque casualmente el hombre que le habla desde la ventana, tiene un aspecto similar. Eso sí, quizá más gordo y abandonado. “Voy a limpiarte, papá” entonces papá se apoyaba a ambos lados del pasillo, y suspiraba. Debió ser de dolor. Él le bajaba entonces unos antiguos calzones color azul  ya muy manchados, a veces también los calcetines. Así, hincado entre sus piernas, recibiendo las gotas gruesas y contaminadas de la conjuntivitis de sus lágrimas, en la cabeza revuelta de niño. Papá lo golpeaba entonces. Dos o tres golpes secos. Mientras lloraba. “No me pegues papito. Voy a limpiarte, papito” El año, mil novecientos sesenta y siete.
-Entiendo. En realidad, tampoco yo lo recuerdo bien. Fue hace tanto tiempo.
-Podría buscar algún ejemplar en la hemeroteca, si usted quiere.
-Hágalo, por favor.
Guarda decenas de ejemplares de ese día. Recortes de algunas revistas que llegaron a reportar el hecho,  trozos morbosos, viejas fotografías borrosas, incluso notas propias. Quisiera pedirle al hombre de finanzas que con afán limpia el sudor y por supuesto  la grasa de su cuello invadido, que los trajera todos. Porque el dolor se le escapa con cada segundo. Y es imperativo retenerlo. Ella debió entenderlo, debió enterarse. Segundos eternos, larguísimos. Y silencio. Quizá muy cerca el tiempo de las catorce cuarenta y tres. A pesar del cielo oscurecido con un morado peculiar. Quizá un poco más tarde. Seguramente lloverá, contra todos los pronósticos.
Se asomará el asesor financiero y amigo a la ventana del segundo piso. Y percibirá hoy como nunca, cuan insoportable se presenta la eternidad de su padecimiento frente a sus ojos. Los escasos rayos de sol, las escasas gotas mojando un poco las azoteas del rededor, el escaso frío calará el tuétano podrido de los huesos de su amigo, y éste a su vez, comprenderá una vez más, lo que siempre ha sabido y lo que ella nunca comprendió. Que la belleza es un ente insoportable, y que en el organismo que la percibe, adquiere la destructiva figura de un virus mutable, insoportable e implacable. Que hoy como entonces, no le quedará más que volver a los acontecimientos en busca de las mismas respuestas ya caducas. Permanecerá a la espera siempre -como su amigo, frente a una ventana abierta-, de un final largo, lento y doloroso pero contundente al fin. El dolor por lo menos.
El asesor duda en preguntar nuevamente. Su agresividad es muy inferior a la de un anciano en estado terminal. Se asegura de que no es importante hacerlo de nuevo.
-Los acontecimientos, licenciado, los acontecimientos no han sido exactamente relatados en sus documentos.
-¿Perdón?
-Sus documentos han despreciado cierta información que sin embargo algunos diarios sí accedieron a incluir e incluso a precisar. Fueron retirados de circulación al momento de haber salido de la rotativa.
-Vaya.

Siete de octubre de mil novecientos sesenta y siete. Las dieciocho horas. Algunos segundos de más. Un piano de pared, viejo, con la madera descuidada en las esquinas, con la polilla invadiendo su espalda, los acordes se asemejan cada vez más a la melancolía de un cello, un pedal ha sido arrancado deliberadamente de su sitio. Y las cuerdas cada día están menos tensas. Las teclas se cubren con una ligera película de sarro amarillo. Y el polvo suspira con cada nota que unas vigorosas pero desgastadas manos provocan descompuestas. El poeta. El que fue un hombre. El que ahora, en silencio, en vano intenta llorar, está cubierto de penumbra. La luz dejó de llegar a su hogar hace un par de semanas. Se han cerrado todas las persianas, algunas fueron selladas con calvos y los muebles han sido cubiertos con gruesas mantas, salvo los del primer piso, que se esconden bajo sábanas, blancas en su mayoría. Hoy es octubre. Y ha amanecido en rojo y negro nuevamente. Ya no ondearán para él las banderas ni resonarán es su oído los himnos ni las sentencias. Anoche, escribió un reporte más sobre los últimos acontecimientos. Pero hoy, no quiere pensar en ellos. Solamente toca el piano. Toca acordes. Podría asegurarse que también canta aunque, él mismo, tiempo después, confesaría frente a una pared de mosaicos desgastados y mohosos que gemía solamente, en parte por la dificultad de respirar, en parte para provocarse el llanto. Los acordes no se atribuyeron nunca a ninguna pieza en particular, hoy ha quedado asentado en cierto documento que se trataba de piezas de Rachmaninoff y Bethovenn, las más comunes, las otras, de la propia inspiración del autor.
Las dieciocho con trece. Dolor abdominal. Y en el esófago inferior, justo en el píloro. Hace tiempo que se ha resistido a que sonaran estos acordes, hace tiempo que se ha resistido a escribir un último informe, porque podría parecerle a ella, la reiteración de todas sus necedades. Las obsesiones particulares, las necesidades siempre inconformes, la insaciable sed, el insaciable cuerpo que ha ido descomponiéndose con el paso de los años y el silencio de todos esos años. Hoy sin embargo, anoche y en concreto en la madrugada, el sistema se permitió un último estallido, escribió:
“Las letras se han resistido a las palabras. Mi voz se ha resistido a los días a su lado. Es el advenimiento de la más poderosa maquinaria. El mecanismo infalible de destrucción. Lo ha descubierto al fin el despojo que ahora intenta escribir. Las palabras han volado desde otros frentes. Hoy se ha levantado al fin, el muro definitivo, el que dividirá para siempre los residuos de la fé que sin embargo nos permitieron la construcción de tan gigantesca utopía. Me resisto aún, en este informe, a declarar del todo, el paso de la maquinaria. El advenimiento, o mejor dicho, la transformación de lo que entonces reconoció en sí la noción de hombre, de lo que entonces creyó en la naturaleza del Génesis. Pero como entonces y hasta hoy, la división ha sido completa, contundente e implacable. La maquina. El cuerpo invadido de la certeza de su espíritu. Y siempre la incompleta aspiración. Los últimos acontecimientos bien pueden resumirse en los sucesos de las dos últimas semanas.” Escribió entonces, refiriéndose, desde luego, a alguien más, a un desconocido de preferencia: “Ahora reconozco mis pies. Mis pies pertenecen a septiembre, en octubre sangrarán, sangrarán las costras que ahora cubren las yagas del último suplicio. Me explico: El cuarto es ahora otro, no blanco, no color verde. Sin mosaicos, las paredes pertenecen a las ruinas de la última guerra mundial, por tanto, están en proceso también de descomposición. Es gris el color predominante, aunque, debiendo ser cuanto más conciso, claro y veras, más aliado del aparato represor, reconoceré restos de yeso ya muy desgastado, en color sepia. El marrón, sin embargo, no ha desaparecido desde entonces, a pesar de todos estos años, ¿Cuántos habían sido contados? Veintiuno, la última fecha, tres de febrero de mil novecientos cuarenta y cuatro. Ella, entonces, tendría alrededor de seis años. Ese día, hoy, era su cumpleaños. Hoy es mi cumpleaños. Caminaba entre tierra y lodo. Sus pies serían con toda seguridad, similares a los míos ahora. Alrededor del cuarto, las ventanas han sido tapiadas, y mucho me temo que en el exterior sean circundadas por un extraño y oxidado alambre retorcido.
Entonces sucede que me encuentro ante una lengua. Su lengua. Ausente y sin mí.
En mil novecientos cuarenta y cuatro, todos los titulares se ofrecieron a ser testigos del acontecimiento: Los aliados han tomado el control de las ruinas de Europa Occidental. Las ruinas de Oriente habiánse levantado ya mucho tiempo atrás para ser nuevamente derrumbadas, tres años después, me parece. Mis pies se contraen, seducidos por un virus similar a la poliomelitis infantil, ahora me parece cómico y un tanto ridículo imaginarme con los grotescos tubos de la infancia a ambos lados de mis piernas, con la imposibilidad de caminar sin tropezar. Se me pregunta si me he contagiado voluntariamente, si he ingerido al virus en forma de coloide, solución  o suspensión, si me he inyectado deliberadamente dosis más altas de lo permitido, la garganta permanece atenzada durante todo el proceso, los puños crispados no a razón de mi ridícula violencia sino por el viejo compañero que desde los tropiezos de la niñez tan lejana se hace presente en los procesos de interrogatorio a los que he sido siempre sometido con refinados mecanismos de persuasión. La lengua por ejemplo. Me refiero a la lengua ausente y lejos de mí. Alguien extiende mi brazo izquierdo, sin dificultad alguna, sobre una plancha metálica y helada, cuyo choque con mi codo descarga una carcajada que molesta al más entendido que aprieta mis testículos. ¿Sabe usted lo que es un testículo? Sí, por supuesto. Mi testículo izquierdo, menos bajo que el derecho, oscuro, con un olor que hoy puede llamar suyo. Un día aciago, húmedo y oscuro, como advirtiendo un rompimiento gigantesco, como advirtiendo que el proceso se extenderá mucho más. Entonces aprietan el brazo, a la altura del disminuido bíceps, con una liga gruesa, casi del calibre del pene. Aprietan. Aprietan. Tide, Tide. La vena podrida palpita con insistencia, vehículo al fin del virus, se descubre incitada a mostrarlo. Un golpe, dos. El registro: Dos de octubre de mil novecientos sesenta y siete. Virus desconocido. Instalarlo en cámara de refrigeración aislada. Al paciente, persuadirlo de relatar como ha voluntariamente contagiado a su organismo del mal. Recluirlo mientras tanto.”
El papel amarillento y antiguo, tiembla en sus manos. Le preocupa la hora, siempre le han preocupado irracionalmente  los atardeceres. Se ve invadido de ansiedad y temblor. Sobre todo sentado en el escusado, descubriendo mientras lo asea, que sangra su ano. Por ello es que le ha costado tanto trabajo pujar últimamente, le arden las sensibles terminaciones nerviosas que en otro tiempo se rindieron únicamente al placer. –Me arde mucho- se dice entre lágrimas. Lo atribuye a las seis últimas defecaciones durante las últimas dos horas. Su enajenado afán de pulcritud, su insoluta higiene ahora han desgastado su ano. No leerá más. Aún cuando al documento le fueron adosadas un par de notas en papel corriente. No las revisará más. La ansiedad de las dieciocho cincuenta y seis. Darán las siete o bien las diecinueve, el cielo amenaza con derrumbarse. Mierda. Mierda. Hojas, muchas hojas, lo que necesita son hojas y tinta, la nariz escurre todos los líquidos vehículos de la enfermedad, los síntomas son del todo comunes: tos, mucosidad amarillenta, ahogo, reacciones asmáticas, la diarrea ácida que incide sobre las laceraciones del ano, el exagerado hormigueo en las extremidades inferiores, los lagrimales inundados y ya con un cuadro infeccioso similar a la conjuntivitis, náusea soportable, la lengua cubierta de formaciones viscosas y blancas, las manos débiles, incapaces incluso de sostener el documento amarillo. Tiembla. En su cabeza resuenan los acordes violentos, furiosos de hace unos minutos. La ventana inevitablemente cerrada y en la lejanía, siempre separado por el vacío, el cielo cubierto. Atardecer. Diecinueve horas. Llaman a la puerta.


-Siete de octubre de mil novecientos sesenta y siete. Diecinueve horas. En realidad, me parece que registraron la hora como diecinueve cuarenta.
-Por supuesto. Es la hora en que los reporteros tenían ya lista su nota.
-Vagamente recuerdo el acontecimiento.
-¿Su padre?
-¿Cómo dice?
-¿Se lo relató su padre, el acontecimiento?
-No...
El asesor financiero, licenciado en derecho y en economía, maestría en macroeconomía, dirigida al intercambio con el exterior. Su ocupación actual, asesor en materia de bienes y testamento de un hombre cuyos documentos lo declaran fallecido ha muchos años. El asesor financiero, también amigo del que ahora no puede distinguir sino como “el difunto”; está llorando. Ha corrido a la ventana –su ventana-, dejando tras de sí el rastro de los documentos aquilatados, seleccionados y clasificados con devota persuasión durante los últimos años. El portafolios de piel negra también quedó tirado detrás de él. Su amigo mira largamente el desastre. Suspira profundamente, ahora tiene la certeza de que cuanto ha sucedido obedece a un mal superior, ajeno en principio a él, pero del que es fiel sirviente sin embargo. Su cuerpo, acostumbrado, o mejor dicho amaestrado, reacciona sin voluntad.
Era octubre, eran las diecinueve horas, era el día de su cumpleaños. Era un día violeta, como extraído de alguna vieja fotografía del fin del mundo. Era el año de Vietnam, de los actos más fascinantes de la guerra fría. Era un día feliz. “Hoy es mi cumpleaños” se repetía con insistencia –recuerda-, sobre el excusado. Sabía que vendrían por él, sabía que sería vomitado por el mundo. Por su propio Dios, y hasta por sí mismo. Bien pueden constatarlo los registros médicos de hace más de treinta años: “Las expulsiones nocturnas no han podido ser controladas del todo. Se registra un cambio en el peso y densidad de la materia que conformaba al estómago. El síntoma es desconocido y merece ser estudiado, extiendo a usted una solicitud urgente para ……” Entonces se levantó, con los pantalones enredados a los tobillos, con el temblor del pesar de las últimas dieciséis defecaciones acuosas, con el temblor de los músculos adoloridos y dormidos a la altura del cuadriceps mayor de ambas piernas. El pene, muy disminuido, imposible disimular su condición, su tamaño, su timidez, su frío. Un colgajo. A tientas, como un ciego que está a punto de perder también la razón, caminó hacia el amplísimo recibidor, cubierto entonces, casi por completo, de la caoba oscura que hoy enmarca el cristal cortado de la puerta principal. Tropezó al menos cuatro veces antes de alcanzar las escaleras, tras las cuales fue dejando el rastro de su diarrea de antibiótico y antiestaminico, es decir, olor azufroso en suma y color ocre. Era un día esperado mucho tiempo atrás, como si desde otra vida, su propia vida anterior, lo hubiera aguardado, y reconociera hoy que no había aprovechado lo suficiente estos años para prepararse. En las escaleras, prefirió bajar sentado, como una resbaladilla de la niñez –pensó-, así, en cada escalón, un pequeño sentón que desde luego agudizaría la lordosis adquirida a propósito en el primer intento de suicido, cuando saltó desde una altura no mayor al metro y medio esperando morir en el acto. En cada sentoncito, una mancha embarrada de su estómago pulverizado. Llaman a la puerta con insistencia, puñetazos, timbrazos, gritos: ¡Abra o derribaremos la puerta! ¡Abra hijo de la chingada! ¡Abra hijo de puta! ¡No estoy en casa! ¡No estoy en condiciones de abrir esa puerta! ¡Estoy enfermo del estómago y no he comido bien! Se percató de lo ridículo y débil de sus argumentos así que continuó su penosa marcha hacia el recibidor.
-….Mi padre. Murió hace tres años. En un asilo de Salubridad. Ahí. No pude verlo. Me enteré en una revisión de los archivos de la institución.
-¿Perdóneme?
-Me preguntó si mi padre….
-Sí. Discúlpeme. ¿Fue usted al baño?
-No.
-Está muy sucio. Le recomiendo utilizar el de abajo.
-Claro. Gracias.
Ahora un largo silencio. Su mirada, y la del asesor financiero y amigo, están perdidas: la una en la curiosa formación de hongos bajo su brazo, en el borde mohoso de la ventana; la otra en la agujeta a punto de desatarse de su lustrado zapato negro del pie derecho. Están en sí, perdidas en el infinito. No piensan, no hablan, ninguna letra extraviada, ninguna palabra, ningún sobresalto, ni un suspiro, ni una respiración dificultosa, ningún recuerdo. Nada. Duda un poco el asesor en inclinarse un poco más sobre su pie derecho, en parte porque sabe que su artritis lo impedirá además de que sin duda, se producirá un roce entre el cuello de la camisa y las laceraciones amarillentas del eccema, cuando aquella se vea tensada en el momento de la flexión; por otro lado, confía que desde su posición actual es fácilmente visible la imperfección de la agujeta y acepta que no se trata de nada grave.
-Revisé los archivos precisamente para encontrar la conjetura de su acta de defunción. En los archivos de Salubridad se da cuenta de los decesos al momento en que ocurren, posteriormente, alguien escribe el registro y éste es archivado al cabo de unas semanas. Usted desapareció providencialmente de los registros, sin embargo, papá….hacía un buen tiempo que no le veíamos….mamá y yo. Hacía un buen tiempo que no le veíamos. Hacía un buen tiempo que no habíamos tenido noticias de él. Me parece que mamá comenzaba ya a olvidarlo. Recluida en el Asilo, poco a poco fue nombrándole cada día menos. Hasta el último día, en que ya no le nombró ni una sola vez. Fíjese. Estábamos olvidándolo. Hasta que tuve acceso al archivo y….Había muerto hacía catorce años. En circunstancias difíciles de relatar….
-¿Difíciles dice usted?
-Sí. Guardo un enorme respeto a su recuerdo y al de mi madre….
-Entiendo, no quise ser grosero…
-No se fije. Difíciles, sí. En el acta que lo asienta, se dice que murió durante un orgasmo. Recuerdo con claridad el parte: “Dos horas con cuarenta minutos del día siete de abril de mil novecientos ochenta y nueve. Deceso del paciente cama número trescientos veintinueve. Último informe médico: Estabilidad relativa, cáncer pulmonar. Taquicardia constante. Posible shock hipoglucémico e infarto al miocardio. Mantener en observación constante. Causa del deceso tras practicar la autopsia cuyo estudio dura hasta las tres treinta y cinco de la madrugada del día ocho de abril de mil novecientos ochenta y nueve: Se encuentra el paciente en estado de shock, paro cardiopulmonar tras haber aplicado RCP e intentos fallidos con electroshocks. La causa aparente: Orgasmo inexplicable pero atribuible a los siguientes síntomas: El pene del paciente en estado de erección, palpitaciones de 190/200, evidente eyaculación reciente cuyo semen empapa toda la región escrotal tanto como el bajo vientre y pequeños residuos de la misma sustancia sobre el pecho y las rodillas. Se comprueba en ANÁLISIS de laboratorio de las cero horas del día ocho de abril de mil novecientos ochenta y nueve que el semen pertenece al difunto. En la misma prueba, se detectan residuos de material radiactivo. Los músculos del rostro se endurecen en un estado hipopotásico, que provoca además el  atragantamiento de la lengua, comprobándose así mismo que sucede éste tras el deceso. Trescientos miligramos en total de la sustancia recolectada del cuerpo del occiso, cuya densidad de plutonio asciende a…
-¡Licenciado! Licenciado. Está bien. Entiendo. No es necesario que me cuente todo esto. Debe ser doloroso…
-Sí. Sí es necesario.
-Quiero decir, es ridículo lo que me cuenta, ¿cuál era la edad de su padre?
-No importa. Sé que me entiende.
-Si, por supues…
-Sé que me entiende. ¿Sabe sin embargo lo que es un orgasmo?
-¿Un orgasmo?
-En el último bunker, acurrucado, la cara pegada al hormigón helado y las manos sobre la puerta: “Mámaela, mámamela, toda, chupala toda, los huevos también, toda la verga, métetela en la boca. Chupa el glande. Muerde el borde del prepucio. ¡Puta! Muerde los testículos también. Chupala toda, hasta el ano. Ahora más fuerte, la lengua, desde el ano. ¡No importa que te embarres, a mí no me gusta limpiarme la mierda! ¡Chupala! ¡Mámamela! ¡Más! Así, así. ¡Desde el ano! ¡Pero no me embarres de cagada los testículos! ¡trágatela!.
Entonces, supongo, sucedía el momento al que se ha dado por llamar orgasmo. Mamá se lavaba los dientes inmediatamente hasta que un día murió de infección intestinal. Se hablaban muy quedo, mi ojo, pegado a la pared de cemento helado, podía escucharlo todo. Anochecía, bajaba la temperatura, era seguramente otoño:
“-¿Me amas?
-Te amo
¿Me amas?
-Te amo.
-¿Qué tanto?
-Este cuerpo es incapaz de decírtelo. Estos labios, incapaces de demostrarlo. Estas manos, limitadas. Más que la inmensidad del cielo. Más que todos los años del universo. Más que a mí mismo, más que a mi vida, más que a tu cuerpo. Te amo.
-Te amo.
-¿Qué tanto?
-No me alcanzarán nunca las palabras. Más que a mi propia sangre. Ten, te la doy toda, a mí, sin ti, de nada me sirve. Te amo.”
Lo decía con los dientes llenos de la mierda verdosa de papá y con la lengua seguramente sabiéndole a cadáver. A veces un hilito minúsculo y amarillento corría por su barbilla….
-Licenciado, en verdad, no es ne….
-Necesario. ¿Cree usted realmente que esa haya sido la causa de su muerte?
-¿Qué causa?
-El orgasmo, por supuesto.
-No.
-Pues es lo que asientan los documentos. Registro: mil novecientos ochenta y nueve, diagonal, tres cientos cuarenta y nueve diagonal A, F de Felicidad H de hombre, antidiagonal, antidiagonal P. De pérdida.  Es el mismo registro que aparece en el acta de defunción de usted.
Silencio. Ahora que el atardecer se escapa con cada segundo que pasa, y que es el viento quien arrastra consigo las últimas nubes para cubrir a un sol de por sí ajado. Silencio. Tarde para un funeral. Tarde para arrojar claveles sobre la tierra rota, sobre la madera especialmente lijada, lustrada, entintada y barnizada al final con varias capas. Tarde para que llore una viuda, un hijo, un hermano, un niño. Tarde para que del calendario sea arrancada y colgada luego en el asta nacional para que en ella hondee a la mitad del mástil. Advierte que el licenciado ha llorado, que ha llorado mucho. Que su voz, quebrada, está ahogada en su pecho. Que el eccema pareciera arrojar todo su ataque en este instante, lo descubre en ligeras a ratos y por momentos violentas contorsiones que no alcanzan nunca su objetivo, pero que le devuelven por medio segundo la calma. Sabe que quisiera cubrirse con un edredón grueso y sucio de muchos años, esconderse bajo el  abrigo de su mugre. Dormir. Piensa que incluso le despierta compasión. Piensa que conoce todo cuanto ha escuchado, que conoce la respuesta a los misterios que han hecho de su amigo y asesor un despojo, que lo han desprovisto de los elementos, de los cálculos, de los métodos, de los registros, de las integrales, de la estadística, de los factores, del logaritmo. Sabe también, que la tarde, a pesar de amenazar con anochecer pronto, durará mucho más. Estos son mis últimos días. Amigos. Amigos, papá, mamá. Estos son mis últimos días. No podré alargarlo mucho más. Descubre que su camisa hace unas horas blanca, está manchada a la altura del pecho de un carmín oscuro que amenaza también con crecer, humedeciendo su pecho. Los puntos de sutura han sido débiles contra los arrestos del latido del virus. Suspira al aflojar el primer botón de ocho, sabe que su cara brilla, que está invadida de vapor y sustancia; y permite el temblor de sus dedos, lo conoce en demasía y no cuenta con el suficiente ánimo para oponérsele. “Intocable, intocable, intocable.” Se repite en murmullos escasos sobre la herida abierta. “Intocable, intocable, intocable” La vuelta del síntoma, la reaparición de un residuo maligno que vuelve a poner en funcionamiento el proceso de mutación. La puerta, que tan cerca estaba, se encuentra ya cubierta por las primeras sombras del anochecer. El asesor continúa llorando amargamente, su amigo percibe que murmura, que gime, que seguramente intenta recomponerse, que intenta decirle algo, pero no puede. “Intocable, intocable, intocable.” Le gustaría algo de alcohol sobre la herida abierta, le gustarían de nueva cuenta las curaciones, el trenzado del hilo de la sutura sobre su carne, el cómodo helado contra sus muslos, las sonda en el agujero del glande, el látex sobre sus testículos. ¡Enfermera, enfermera. El paciente ha recaído. Se han abierto los puntos de sutura! ¿cuál es el diagnóstico?, discúlpeme si soy demasiado insistente. No me he podido controlar. Pronóstico reservado. Lo siento. Duerma. Él estará bien. “Mis manos, mis manos, mis manos.” “Esto no puede estar pasando, señor. Esto no puede estar pasando.”
-Está sucediendo licenciado.
-No puedo recordar nada.
-Estará ahora atardeciendo.
-Sí.
Café amargo sobre la lengua, en el paladar. La nariz helada como un amanecer de otoño. Siempre guardando el secreto de lo que ha sabido siempre y ha mantenido para sus conversaciones personales: que en cada amanecer amanece de nueva cuenta un día para que el fin del mundo acontezca; que todos los días es el último día. Una mañana de Octubre amaneciendo helada como un atardecer de invierno. Un otoño para este diciembre tan seco.  Después del amanecer, consistiría todo prácticamente en la espera, en el ejercicio de la paciencia, en el estado del santo y del apóstol. El café corroería en su mayoría todo el intestino delgado mucho ante de que se percatara de la negrura de sus heces a razón del sangrado de la última úlcera aparecida en las paredes del estómago. Lo mantendría despierto más de lo estrictamente necesario para aceptar el ardor. Café acompañado de nada, sin azúcar, sin leche, sin melaza, sin maple. Serán más de las siete con veintiuno cuando el sol haya invadido la cocina. Serán después las nueve cuarenta y dos, las diez con cincuenta y tres, las catorce horas, las diecisiete. Un otoño arrastrando a todas sus hojas contra su puerta: lo arrestarían, indudablemente, lo llamarían loco, necesariamente; contemplarían no sin cierto desmoronamiento en el protocolo, sus pantalones embarrados y atados a sus tobillos, el abdomen abultadito sobre un pubis tímido e invadido de pelos que esconderían al colgajo. –¡Abre hijo de tu chingada madre! -¡Abre o entramos por ti!....
 Tííííííííí largísimo. Fin de la historia. Los signos vitales se han detenido. Fin del mundo. Fin de los tiempos. Paso al profeta y a la consecución de sus relatos. El poeta ha muerto. ¡Tííííííííííííííííí! Aún largísimo, cada vez menos audible, la luz blanca, la voz.
Pausa.
Pausa muy larga.
Espera.
Silencio.
-¿Después? ¿Lo arrestaron? ¿Lo condenaron? ¿Lo….mataron?
-¿Qué pasó con su padre, qué dicen los registros? ¿Existe alguna constancia del hecho además del que me ha relatado? ¿Cuándo fue ingresado? Bajo qué diagnostico….
-A las diecinueve con veintiuno, debieron haber irrumpido en su casa, ¿cierto?
-No.
-¿No?
-No lo sé
-¿Cómo?
-No lo recuerdo.
-Debieron mostrarle una orden de aprensión
-Creí que estaría con el resto de los documentos.
-Permítame…. –Ha revisado innumerables veces los documentos, la memoria le advierte que no tiene noticias de la señalada orden.
-No se apure, yo tengo una copia, acompáñeme.
Un suspiro antes de abrir la enorme puerta del ropero, empotrado desde antes de que adquiriera la casa en un nicho de la pared. Un fétido e insoportable olor a vejez se escapa de él. El licenciado, el economista y amigo, recula.
-Debemos entrar.
-¿Entrar?
¿Se han abierto totalmente los puntos de sutura, ha reaparecido el dolor? Nos queda la fé, encomiéndese a algún santo, platique con su yo interior, encomiéndese a Dios. Dios lo ha abandonado, lo ha vomitado de su boca. El licenciado lo sabe, por eso está ahí. Ahora, en cierto modo, es él quien ocupa el lugar del Dios, es quien escucha, es quien consuela, es quien no puede dar respuesta, es quien permanece en un silencio eterno como el presente. Por eso mira a su asesorado y amigo de reojo, para no compartir su dolor; cuenta él con el suyo propio, cuenta él mismo con sus cicatrices particulares, infectadas algunas, como el eccema in crescendo siempre, de su cuello rebelde y mutante. Lo mira de reojo en medio de un agitado mar de lágrimas revueltas. Como el mar de la niñez lejana, como el mar reflejado en los ojos de papá –advierte y anota-, antes del incidente de la conjuntivitis, es decir, antes del abandono de mamá, debí haber tenido cerca de cinco años en los bolsillos. El mar amargo, demasiada sal. El mar inmenso, demasiados deseos. El mar maldito. Papá no le pegaba a mamá. Papá solamente miraba por la ventana. Un día la vió irse. Papá sabía escribir, sabía hablar, sabía conversar y hacer presupuestos de la empresa. Cuando por la ventana la vio irse, olvidó toda noción; desde entonces pasó todas las horas de todos los días, sentado en un alto banco de madera y fierro, intentando recordar la frase exacta que no alcanzó a gritar por la ventana porque su garganta, repentinamente se había anudado. Ese día, papá se hizo menos hombre, y yo me convertí en uno cuando apareció en mi cuello, el eccema. Supe que lo que hacía era llorar en silencio. A los cinco años, con todo el mar a cuestas, con toda la sal a cuestas, toneladas de sal, toneladas de sargazo, de algas y fragmentos de caracoles muertos. Crustáceos. Papá no llora, papá sonríe. Papá escribe muchas frases inconexas, buscando siempre la misma frase. Yo, nunca estuve ahí.
-¿Está ahí, licenciado? Agache usted la cabeza, el techo va estrechándose conforme avanzamos. ¿Trae un encendedor? Olvidé la linterna. Es oscuro allá abajo.
-Sí.
 Estaría esperándola precisamente a ella,  sentado, para nada, para no reír, para no gritar, para no hablar,  para no llorar, para no besarse, para no tocarse, para no caminar, para no detenerse, para no rozarse, para no pensar en la evidente angustia de precisamente ella, para no pensar en el temible suspiro precisamente de ella. Ella siempre, ella ahora, ella nunca, ella ayer, ella mañana, ella hasta el último día. Estaría con la cara un tanto deforme, soportando el largo abrazo de un viento helado en una intensa tarde de verano, con las mujeres luciendo sus pezones erectos al viento tibio, al cálido paso de los segundos interminables. Un tanto estarían también deformes los hombros, las manos sudarían más de lo usualmente permitido, sentiría el polvo pegado en la grasa natural de su rostro, el cebo escurriendo desde cada folículo y a lo largo de cada cabello, con envidiable calma hasta hacer resaltar todo su aspecto, resbaloso. Estaría sentado al borde de una banqueta afuera de un baño público mirando a todos los transeúntes. Se preguntaría por si tendrían prisa precisamente esta tarde. A lo lejos volverían a sonar los estoperoles sobre el concreto, contra las cachas, contra las macanas, contra los instrumentos de curación que cuelgan de un curioso estuche, envidiable, colocado a manera de cinturón alrededor de la cadera. El seguiría esperándola precisamente a ella, no descubriría, a pesar de todos los intentos, ninguna posibilidad de fuga –empero, desde luego, el inquietante sonido a desfile militar, siempre cercándolo, siempre creciente.-. Entonces el sol lo fulminaría. Y él seguiría esperándola precisamente ahí, así, a ella. ¿Documentos? No tengo. ¿Nacionalidad? Tampoco ¿Alguna identificación? No.
Y así, ahí, precisamente ella, volvería a salvarle la vida. Lo besaría con disimulo y sin embargo, exagerando su verdadero apetito, caminarían ambos de la mano y cruzarían así toda la plaza, bajo el sol del verano de una ardiente tarde de Agosto. Te amo. –Te amo- susurraría, primero. -¿Qué?- como un corte de hacha sobre carne de cadáver, una res o un cerdo. Preguntaría ella, -¿qué? -Nada.- - ¿Nada? - -No,….nada- segundo hachazo, sobre la pechuga deshuesada, desgrasada y partida por la mitad del pollo. Nada. El corazón, que a algunos les gusta frito, sería arrojado por las manos enlatexadas hasta el depósito de deshechos. El menudo, como comúnmente le llaman, iría a parar, esta ves, al tiradero al lado de la carretera y no a un puesto apestoso de tacos de víceras. Envidiable terminar así, pensaría. Y ella le soltaría la mano justo al doblar la primera esquina; argumentaría  comezón, señalaría algún anuncio llamativo o un nuevo objeto de su aprecio. La última vez, señaló la cabeza de un cerdo puesta a modo sobre una plancha hirviendo, aún con algunos vellos a pesar de habérsele retirado la piel; bajo un letrero: Tacos de carnitas, $6 3x15 5x20. La imaginó perforando la cabeza con su lengua, y luego introduciendo la trompa de la cabeza necrosa y en proceso de putrefacción, en su ano igualmente necroso y sufriendo el mismo proceso. Su ano, lo llegó a imaginar como unos labios rendidos al amor de otros que lo amaban igual que Jesús. Su ano, amando a pesar de su incontinencia, su ano siendo atravesado por los orificios nasales de la cabeza podrida de un cerdo. Tú eres la luz de mi vida. Le diría en secreto en la siguiente cuadra. Pero ella ya no escucharía, precisamente ella reiría.
Se levanta. Ella también se levanta. Ella camina al baño, con la sangre escurriéndole hasta la rodilla. El también camina, con el semen y la sangre sobre el vientre y acariciándole en su recorrido un hilito, ambos muslos. Ella se limpia. El también se limpia. El la mira. Ella lo mira. El se apena. Ella también se apena. El pene de él se encoje, pegajoso entre sus ingles, se encoge mucho y se vuelve repulsivo. Ella se moja los vellos más próximos al ano. El no se moja. El la mira. Ella no lo mira. El no la mira. Volverá a sentarse, a la orilla de la banqueta. Volverá a esperarla. Imaginará precisamente la vagina de ella expulsando los orines y se descubrirá no excitado sino conmovido; la imaginará limpiándose en ese sucio baño público, lleno de enfermedad, oloroso a desinfección. Volverá a imaginarla sentada, ambas nalgas heladas, dispuestas sobre papel higiénico, ambas piernas separadas, ambos codos sobre las rodillas, ambas pantorrillas tensadas, ambos muslos contraídos, ambos ojos mirando el pasado: Precisamente él, encorvado y disminuido sobre una sucia hoja de papel decorada con jeroglíficos y tinta mojada. Constituyendo un paisaje absurdo pero atractivo sin embargo. Similar a toda la imperfección capaz de ejercer una poderosa furia sobre ellos: Dos amantes sentados, de espaldas el uno y el otro contra el muro, los alambres de púas, el ejercicio de control sobre ellos en forma de dos reflectores gigantes y un altavoz. No le sorprenden a ella los ojos estáticos y húmedos de él, no le sorprenden a él las uñas enterradas en sí misma de ella. En el fondo siempre un piano recordando el tiempo. El tiempo se encargará, decían. El tiempo. Encorvado, parece que enrosca algo entre las yemas de su mano derecha que abandonada, descansa sobre el jeroglífico y la tinta fresca y difuminada en distintas direcciones y dimensiones. No enrosca nada, ha perdido el último vello del puvis de ella que conservaba para amarle. Enrosca tiempo, y a la vez se acaricia aunque sea en esa diminuta porción de piel, que por cierto, resulta de lo más insensible. Encorvado y ella mirándolo de espaldas, sin decir  palabra, escuchando el piano, y viendo aparecer las primeras estrellas entre los residuos de la última radiación. Polvo y arsénico. Polvo y mugre. Ya no puede más. El, sentado afuera, la imagina limpiarse y acariciar su vulva con sus propios dedos, los imagina olorosos.
Mientras dormía, estado de coma Terminal, sin posibilidades reales de despertar. Sin voluntad de hacerlo, según las últimas tendencias, el organismo responde más que nada a la voluntad. Entonces veré hondearse una bandera sobre un viejo y astillado mástil en medio de la nada, sobre el antiguo campo de nuestras batallas. Viento helado del norte chocando con los suspiros de ella en la nuca. El mástil se doblará pero nunca terminará de astillarse por completo, únicamente el sonido del trapo contra la madera astillada y apolillada. Él se dobla, él se apolilla y alguien más documenta los estragos. La posición de alguien que observa, de alguien que invierte su talento en la minucia para seguir el desarrollo del proceso  de descomposición de alguien que no escucha, que calla. El que observa cree en la validez de los documentos, quien calla, los ha superado, se ha superado a sí mismo y ha superado la propia obsesión a documentarse, a reconocer como único aliado, como único y honesto escucha al pedazo de papel que llena de tinta delante de él. El que calla es ahora un objeto catalogado: E27UCI. (Enfermo (cama) # 27, Unidad de Cuidados Intensivos.) El que calla rara vez escucha y cuando lo hace presencia una sinfonía interpretada por un conjunto de cámara o un solo. Él mismo, solo, frente al piano o abrazando contra su barbilla un violín finísimo, reluciente y afinado. Él mismo ejecutando el contratiempo. Conforme es observado, el papel va recitando sus notas: Artritis crónica, colitis, gengivitis, lordosis, parálisis, parasimpático, tuétano, neuro- pneumo- duodeno- cólon. Una mujer se acerca deslizándose, como sostenida por nada, como sostenida por un huracán bajo sus pies. No hace ruido, no se inquieta, no denota ningún gesto, ninguna reacción ante el cuadro del que escucha, que seguramente batido en mierda, retoza y ríe ante las palabras del que observa. El que escucha ríe, no ríe, calla, mira a la mujer que se desliza, y que a contraluz le parece un ángel. Tiene el rostro de un demonio blanco. Como en los cuentos de hadas que acompañaban su niñez combatiendo a los dragones que azotaban a mamá. Tiene los brazos larguísimos y delgadísimos, el que escucha susurra una palabra. ¡E27UCI, ha reaccionado! Bipper: 52277979. ¿Me indica el pin por favor? 428401. Gracias. ¿Mensaje? Ha reaccionado, pasó el peligro. Tit Tit Tit Tit Tit Crescendo. La sinfonía, con violas detrás de los violines y cellos debajo del piano que solamente impulsa acordes sobre los clarinetes que repiten el motivo en otra escala: Fa. Tarara, tararara, tarara, tiriri, tiriri, tiriri, tarara uuoouuoaa. -¿Es usted familiar? Tarara, tarará trararará Ummmmm Hssshhhh Tan. –No.
Generalmente las cosas nunca pueden ir peor. Cada momento, es el peor, no existe ninguno peor ni antes ni después. Sin embargo, este ha sido el peor de todos. Ella está cubierta medio rostro por la sombra, medio cuello iluminado por el reflejo de un sol intenso allá afuera, inalcanzable. Ella arquea ligeramente, su cuello y como en la canción de Meat Loaf, quien calla descubre que ha estado en el infierno, que ese cuello cuenta con las cicatrices capaces de demostrarlo.
Así que ahí le tiene, frente a él.
Desde allá, siempre, desde, ayer.
Mañana,
Nunca.
Así que ahí  le tiene, frente a él, ensombrecida, el rostro en extraño contraste con la enfermedad arraigada en las paredes del hospital, público y sobre poblado. Quinientos mililitros siempre. Detrás de la sombra se asoma el desastre en un deforme moretón sobre el ojo izquierdo de ella. Ella sonríe y se expande el moretón hasta cierto rasgo indescriptible de la mejilla. Sus mejillas. Seguramente se ha golpeado a sí misma, siguiendo el mismo ritual, profesando la misma fé que su amador. Son aburridas las repeticiones sobre el dolor, aburridos los documentos médicos, aburridas las letras en cada registro, y sobre todo, aburrida su poesía. Seguramente habría comenzado a morir mucho antes el poeta.  Habría intentado cubrir con su propia sangre los insoportables papeles acumulados sobre la mesa. Siempre preferiría que la sangre manara de un manantial especial y único. El primero sin duda serían las terminaciones nerviosas y los numerosos vasos ubicados en la punta del glande, en el uréter. Utilizaría a la misma hoja para realizar la incisión: un corte finísimo; perceptible únicamente al oprimir entre el pulgar y el índice la punta del pene flácido y más que flácido, encogido. La sangre no manaría con abundancia. Se provocaría en consecuencia, una erección, para que el fluído acudiera con la furia que ella le ha provocado siempre. De ese modo, el chisguete adquiriría además de un incremento en su calibre y potencia, un ritmo punzante. El sabría que no sería suficiente ni siquiera para la primera letra, ni siquiera para el primer balbuceo, del que no existen letras capaces. La vocación, sabe que se trata únicamente del síntoma de la vocación. Ella desnuda, ella perdida, ella sola. La segunda incisión habrá de ser más efectiva. Siempre le han inquietado los residuos de su prepucio, oscuros, amorfos y dibujando una línea, una circunferencia a mitad del cuerpo del miembro, cualquiera diría que se hallan inertes por completo; lo que resulta sin embargo paradójico, es el aspecto de éstos al momento de ocurrir una erección, como en este caso. ¿Cuál es su nombre? No nombres, no señas particulares, no edad ni medidas ni peso, ni registro alguno. ¿Señora? El moretón de ella, sería un buen motivo ahora. –Me golpeó- dice ella, refiriéndose a alguien cuya cercanía y familiaridad facilita la omisión de un nombre propio.
De repente, aparecieron todos los cuerpos, todos los rostros, todos los olores de todos los líquidos de los cuales había bebido tanto. Tanto. Sus manos temblaban obedeciendo a la música mal interpretada, los bajos siempre retumbando en su cabeza, era Enero, pero parecía de nueva cuenta Diciembre, el invierno eterno, los últimos días de una vida destinada al fracaso. Era Octubre en medio de un valle enorme, en medio de abetos y pinos, en medio de bosque, en medio de zacate gris y amarillo. Volaría de nueva cuenta, lo sabía. Sus manos temblaban obedeciendo los contornos de la eyaculación precoz durante la última eyaculación consciente.
-¿Qué es un cuerpo en este momento, Licenciado? Es nombres, documentos, actas, registros, impuestos, RFC, IMSS,  es rostros, es silencio.
-No le entiendo.
El pasillo se ha estrechado al máximo de manera que ahora deben caminar en cuclillas o bien, como él lo hace, a gatas, postrando su trasero a la nariz de su amigo y asesor. Se terminaron los cerillos, por tanto, a tientas. Al licenciado en economía le parece que ha ido demasiado lejos, que lo que parecía un trabajo temporal le ha permitido experimentar con toda su violencia el padecimiento, además, le ha traído a la memoria reciente la cara de papá. Al licenciado en macroeconomía no le gusta pensar en papá. Sabe que por eso ha llorado. Y que por eso ha perdido totalmente el rigor del ejercicio profesional . Sabe que es por eso que ahora se arrastra con la nariz pegada al culo de su cliente, amigo y últimamente confesor. A decir verdad, sabe que no tiene la mínima idea de que está buscando, que la curiosidad se la ha provocado un documento tan singular como insignificante en tanto que sería fácilmente sustituible por uno falsificado. De esta manera, el trámite estaría listo, según sus procedimientos, contactos y carácter, en no más de diez días hábiles. Lo cierto es que ahora le duelen las rodillas, que la humedad del estrecho túnel lo sofoca. Regresará sin duda el asma. Ansiedad. No es más un adolescente que deba fingir su padecer, tampoco es alguien que por su porte pueda disculparse con facilidad. El casimir peinado, otrora impecable; ahogado en las horas del día, señalado con cada segundo, engrasado el saco, partiéndose la tela a la altura de las rodillas .El día. Deberá ser los suficientemente largo para dar respuesta al derrumbe que del mundo acontece hoy frente a sus ojos. Deberá ser lo suficientemente corto para no aplazar la verdad que su existencia lleva en su nombre. El licenciado, siempre el licenciado, ningún nombre ni apodo o denominativo cariñoso, únicamente, el licenciado. Debe confiar. Debe tener fe. Siempre debe tener fe. Siempre el tener fe encerrará una ventaja.
Ahora, incluso él percibe las notas de los acordes en Fa menor de un lejano piano situado en medio de la nada. La humedad empapa sus rodillas, escurre por los bordes del eccema, por los surcos de la enfermedad, por los abismos de la infección. La humedad también se acumula en sus axilas, pero el será incapaz de mostrarlo a su amigo, que precisamente ahora, ya no gatea, sino que transita pecho tierra, oliendo, husmeando, y lamiendo el terreno como un animal, como una bestia.
-Mamá descubrió este lugar.
-¿Perdón?
-Mamá descubrió este pasadizo, nadie lo ha usado nunca, solamente yo lo conocí.
-Perdóneme, pero no consigo escucharle bien.
-Perteneció a una fábrica de principios de siglo...
-Sigo sin escucharle bien.  ¡¿Perdone, qué dijo?!
Debe ser el eco y la oscuridad. Debe ser también el miedo de nueva cuenta. Debe ser que prefiere su escritorio de las nueve cuarenta y cuatro, con los documentos vueltos a revisar hasta las diez cincuenta y cuatro y con los “sticks” clasificando las fechas, los tipos, los acontecimientos, las dependencias.
-¡Se trató de una bodega familiar!
-Perdóneme. No le escucho. ¿Una qué?
-Ya casi llegamos. Agáchese usted.
Asomarse a verlo, delante de él. Emocionado. Con ochenta y siete kilos encima, con el cráneo sudoroso bajo el cabello perfectamente dividido en secciones paralelas debido al cebo, con los pies encontrados. Enciende girando un foco con el que ha chocado. Luz. Ceguera momentánea. Se aclara la visión. El archivo.
Son en total cuatro toneladas con cuatrocientos cuarenta y cuatro kilos. Sin contar las cajas ni los folders. Piensa en cuanto tiempo tardó en concluir con su acomodo. Ahora se encuentran clasificados de manera bibliotecológica, por tema, por tipo, por autor, por año, por índice, por tomo, finalmente por letra dentro del tomo que dentro de la colección contiene un índice que se refiere al autor cuyas obras pertenecen a un tipo y éste a un tema, asimismo, existe una supraclasificación por el idioma y naturaleza del documento.
¿De dónde es usted? ¿Es extranjero? Me parece notar un acento extraño en sus palabras, como si algunas letras desaparecieran deliberadamente y otras, de la misma manera se introdujeran entre las estrictamente necesarias. Afortunadamente siempre y desde hace poco tiempo sobre todo, ha poseído su lista de contactos de correo electrónico. Así que escogerá un nombre, nunca al azar, nunca como resultado de un torpe proceso de eliminación; colocará el puntero sobre él y apretará el botón. Escribirá en el límite del espacio blanco a su contacto de correo electrónico. Le dirá tres o cuatro palabras de aliento, le reclamará en tono de broma, firmará adjuntando sus principales, incluso las medidas de su verga. Y esperará, como siempre.
Como hasta ese día en que no la vió morir. Sino que de espaldas a ella cuyo rostro ensangrentado y el hermoso tercio de seno desnudo entre la axila y la cama. La antigua cama donde no podía ya dormir, donde los músculos amanecían molidos, como después de la última manifestación amorosa en silencio y en secreto, masturbándose contra el muro de piedra sepia. Hasta ese día el ordenador nunca le contestó. Ese día ella entre axila y sábana, mostrando la piel limpia y con peca lunar vello entre la entrepierna y el muslo. Ese día ella cubierta de sangre la espalda y el pecho. Él dentro la inevitable consecución del flujo sanguíneo sobre su inevitable insuficiencia cardiaca y glucosa. El olor era a pólvora. De la que él ignoraba su olor hasta ese día, hasta esa hora, hasta que en ese lugar el día y la hora se cumplieron sin importancia alguna, y que sin embargo él disfrutó al extremo antes de derrumbarse frente al cuerpo desnudo, ultrajado y atadas las manos y los tobillos contra el tubular de la cama helada. –Soy todavía yo- Fue lo primero que dije.
-¿Perdóneme?
-Soy todavía yo. ¿Soy todavía yo, licenciado? ¿Estoy vivo?
Entonces silencio entre ambos. Porque él respira del aire de él y él, su amigo, respira del aire de él. Ya no tiene nada que escribir, las palabras se han agotado y las letras han perdido todo significado. Le falta la piel de ella, y su propio semen para escribir sobre las cicatrices de ella, a partir de las propias cicatrices de su glande profunda y eternamente dormido ya entre las arrugas del prepucio ultrajado. Le hacen falta los ríos de sangre de entre las piernas de ella y la sal oscura de entre los pechos de ella. Sus ojos no querrán volver a ver la luz de un día que habría cantado para sí mismo. Sus ojos están alambrados y espulados, escatubrados brajo drel fraconte. Espulados francdulapto. Gheirten Drujhgtenn Hijgguymenthaal. Menthagjhaalment. HurGuthgt. Dramaniman. Dramamina en la sangre. De entre los párpados sal, de ella entre pechos de ella, los bajos acordes, bajo la voz doliente. Siempre una voz doliente en el fondo. Siempre los recuerdos del rizo, el vello, el lunar, el pezón con costra sin sal con sangre con saliva y semen y sal. La punta erectra. ¡Mamá! -¡Mamá!
-¿Se siente usted bien?
-Discúlpeme, licenciado, la falta de oxígeno aquí abajo, comprenderá usted...
Desde luego, él suda y babea frente a aquél de cuyo futuro fue responsabilizado.
-....es....sofocante....



Un silencio del todo audible, impregnado de canto de hojas contra hojas y viento contra sí mismo y contra los árboles. Un silencio golpeando las ventanas cerradas. Un silencio afuera, del otro lado, en la Tierra Prometida. La puerta se haya cerrada desde hace más de veintisiete días, la vajilla utilizada está sucia en el lavaplatos desde hace treinta y nueve días. Hoy harán cuarenta. El polvo que cubre las hojas sin letras, cuarenta y cinco días. El café helado desde hace doce horas con diecisiete minutos. El polvo sobre sus ojos, toda una vida. Sus anteojos, estrellados ambos cristales desde hace cincuenta y tres días. Y un silencio entre sus piernas y ojos. En el escusado cuyo contenido tendrá al menos tres semanas y dos días, es decir, a punto de desbordarse: Heces fecales de todo tipo, desde las más acuosas y ligeras de color hasta las últimas negras y como piedras sobre el abultado acumulo de las blandas, semi blandas y las francamente líquidas. También orina y eventualmente semen, cuando el olor insoportable de la podredumbre y las larvas que ya anidan ahí constituyen el vehículo más inevitable para provocar a sus deseos: la sangre invadiendo los folículos del colgajo, luego la inevitable presencia de ella y al final las últimas gotas sobre la mierda. La hora, las catorce con dieciséis, apenas hace ocho minutos que se levantó de la cama en la que permaneció las últimas diecinueve horas. No acostado, flotando, entre el sudor de él a un lado y el altar de ella al otro, donde ella no está, donde ella nunca más estará ya. Así que papel blanco y hojas tinta bao de la otra boca y desde el ano gases anunciando una nueva expulsión sobre las últimas tres semanas de mierda. Así que en el papel blanco siempre ella sin ella. Así que en el papel blanco, todas las batallas para acabar de explicárselo todo. Siempre la vuelta al principio de cualquier porqué, por insignificante que pueda éste parecer. En el momento justo en el que el licenciado, maestro en macroeconomía, amigo, confidente, asesor y anoche amante, eructa desde el piso. Lo mira, desnudo ya sin la sábana pegada a razón del sudor y la supuración del eccema en la espalda. Lo mira fijamente, ambas nalgas aún ligeramente separadas tras el furioso ejercicio del placer de sus más de ochenta y cinco kilos contra el colgajo igualmente supurante pero erecto sin embargo, dentro el cólon del licenciado y amigo. Dentro la cavidad rectal rendida  únicamente al placer y –confesaría varios años después de un eterno silencio, el licenciado-, al amor, dentro el intestino grueso en sentido descendente. Lo mira desde la cama, mientras sobre ella flota, mientras contempla y adora el altar de ella, donde descansan aún sus sudores y baba. La espalda toda de espina dorsal a omóplato y de espina dorsal de las cervicales al cóccix, es decir donde aún ligeramente separados los glúteos. Su cuello, invadido de eccema, en curiosas formaciones cuya innombrable textura cuyos innombrables bordes, valles, túneles, invadidos todos de líquido, ora amarillento, ora únicamente acuoso, ora rojizo, ora supurante en verde, amarillo y blanco. Ese es su último amante, al que repitió palabras perdidas al oído, al que cubrió con el sudor de todos estos años, acumulado entre los pelos del vientre y las axilas, lo cubrió con su aliento podrido mientras la pus le salpicaba los ojos. Toda la noche, se dijo, le he amado. Le amó en todas las formas en que el amor puede hacerse carne entre dos amantes. Dos amantes, el uno detrás del otro y el otro sobre el uno. Cómo se iba introduciendo el penecolgajoverga en el anoculoagujero. Cómo se deslizó la verga gracias a su propia pus entre lubricación de la mierda del culo. Cómo fue penetrando, milímetro a milímetro mientras el pulso, ritmocardiáco aorta, miocardio ventríluco. Mientras el pene creciendo dentro el recto. Pulso. Pulso. Pulso . Las palpitaciones otrora conocidas en medio de una humedad similar, la de ella. Hoy la humedad hirviendo de los residuos de materia fecal de él. Gritaba, de dolor, porque hubo sangre también. Gritaba mientras entre sus nalgas la verga había entrado por completa y los testículos se golpeaban los del uno contra los del otro. Iniciado el movimiento pubococcigeo , el movimiento pendular si puede llamarse., él hincado, con la cara al techo, sudando y llorando. El que está atrás ruge y ladra, mientras toma aire y escupe sobre el eccema de su espalda que avergonzada se arquea, se enconcha, como un gato en plenitud, lamiéndose la verga recién arañada por una gata en celo. Cómo la verga pasa de un constante dentro a un entra y sale furioso, escupiendo la sangre del intestino grueso, del colon, escupiendo su porpia pus y el minúsculo líquido propicio para la lubricación vaginal, es decir, dentro de ella. En el ejercicio, el poder, el procedimiento, la constancia del sistema, siempre implacable, siempre sin facultad de autodestruirse del todo, sino que siempre vehículo de sí mismo, siempre mecanismo organismo máquina, avance sobre la plaza mayor de una así llamada Metrópoli, avance sobre una muchedumbre enardecida, avance sobre sus pies, mutilándolos todos, primero los de los niños y niñas, luego las mujeres embarazadas, que ¡Ojh Alá! –Quiera Dios-, aborten al instante y las orugas sean capaces de triturar el cráneo aún en formación y separados por la mitad sus huesos, de los fetos arrojados desde los úteros a punto de la exterminación vía fuego, arsénico, arsénico y NAPALM. ¡Más! ¡Más! ¡Más! Con una fuerza inexplicable, incapaz de ser descrita con la pobreza de unas letras cansadas de escribirse a sí mismas. Glande contra vellosidad última del cólon descendente, recto y ano entre los pelos nunca antes tocados del culo del amante. Glande contra los testículos contraídos, a punto de formarse uno con la verga del amante. Glande contra la garganta, contra la espina dorsal, contra el líquido de la espina dorsal, contra el esófago, la tráquea, el rugido del píloro, el rugido del diafragma. Glande del uno contra el glande no del todo erecto ni in extremis del otro ,el amante. ¿Me amas?
Fue un susurro. Casi al oído, casi en sincronía al jadeo y los golpes de las nalgas contra los muslos.
Sí.
Te amo.
Ahora, aún duerme. El licenciado, boca abajo, bajo la cama donde su único amante lo mira.
Lo penetró porque le pareció hermoso y le pareció hermoso decirle que lo amaba, con los mismos gestos y por supuesto la misma noción de las mismas palabras con las que solía despreciarse a sí mismo ante ella. Te amo. Y después dijo: -Licenciado, me gustaría, si a usted no le molesta, tener una relación sexual con usted. Pentetrarlo, como dicen. –
El licenciado se sonrojó aún más que la carne viva de su eccema. Él dijo: -Discúlpeme...
Y el licenciado interrumpió: -No. No hables. Nadie me había dicho algo tan bello.
Acto seguido.
Se desabotonó la camisa.
La camisa cayó a un lado de sus tobillos. El cuello todo, impregnado del amarillento olor de la pus y la sangre a medio coagular: hilos.
Después se desabotonó el pantalón.
Él miró. El vió. El contempló. El aprehendió. El veneró. El diminuto amago de miembro del licenciado, escondido detrás del 100% algodón de unos boxers kaki. Y lo amó.
Se hincó con la dificultad de sus más de ochenta kilos y los milenios acumulados sobre sus espaldas. Se hincó y abrió la boca para escupir. Le escupió flemas y bilis sobre el bultito anidado entre las ingles –que por cierto, también invadidas de alguna curiosa erupción u hongo-. El licenciado sonrió y luego rió torpemente mientras de un gruñido se arrancó la camiseta, partiéndola por la mitad. Estoy vivo, pensó, luego lloró en silencio.
Él hincado frente a su asesor financiero quien únicamente en boxers kaki y calcetines vino. Un cuerpo deformado, en pleno estado de putrefacción. Él abrió más la boca y poseyó entre sus labios el pene y los testículos tras el algodón del licenciado. Luego comenzó a succionar con violencia, hasta que se provocó a sí mismo el vómito a razón de cierta asfixia, agitación y de que el miembro in crescendo del licenciado, cuyo glande contra la campanilla de él. Vómito en sus muslos y el licenciado cayó de espaldas en la alfombra ardiente como seguramente será el infierno.
Lo masturbó con las manos llenas de su propio vómito. El licenciado gritó. Como una loca. Como una fiera. Como una bestia. Como consumándose la vieja expectativa de la mutación.
Yo soy.
El ex hijo y hoy el ex hombe. Soy un animal. Y me bendigo por ello.


Ahora lo sé. Nada puede saciarme. Nadie puede saciarme. Merezco el castigo. Lo he ejercido, pero sin disciplina. Hoy, habrá de ser definitivo. Yo caminando, yo sentado, yo rezando, yo hincado, yo sin ella, yo imaginándola, yo con ella en la memoria rajada, desconcertada y deshecha, como las heces desbordadas del inodoro, como las cutículas del exprepucio y el exglande, como los pellejos de las exmanos que solían pertenecer únicamente a su piel. Hoy lo sé, ella sola, rodeada de cuatro lenguas y seis vergas, rodeada de todos los ojos del Mundo. Mi Historia, su historia, nuestra historia. Anidada en la lejanía de nadie. De nada. Ahora, lo sé:
Ésta,                            es        mi         vida.
Éste,                            soy      yo.
Ésta, es mi mano agitando el diminuto coágulo y el diminuto sentido de mi existencia hoy encerrado en el H2O contenido entre la coagulación arrancada de mí mismo. Ahora pregunto por un nombre, por una fecha, por una esquina, y sentado aún sobre los glúteos ultrajados, miro por la ventanilla y veo pasarlo todo como un extrañísimo rumor, sentenciado absolutamente todo, se desprenden hojas y horas con algunas gotas de lluvia de una tarde carente y seca, silenciada por el rumor del Mundo, el rumor de un canto y del llanto de muchos Hombres precediendo la misma historia y el mismo final. Ahora lo sé, me dirijo al principio de todo, a la última y absoluta respuesta. Me he bañado, afeitado, cortado el pelo, decorado, perfumado, aceitado incluso. Hice ejercicio. Me preparé. Para la respuesta definitiva, la respuesta que habrá de responder todas las preguntas de la Historia, la que habrá de aclarar el sentido de todo, de las últimas Guerras Mundiales y la estancia en mi particular bunker ubicado entre el aparato de Golgi y algún Ribosoma, extraviado entre el Parietal y el Bulboraquídeo. Bulboraquídeo. Bulboraquídeo. El bunker de concreto y cemento y pavimento y grava y polvo. Voy en camino, ahora lo sé. Sentado en un diminuto compartimento del Metro o de un microbús a exceso de velocidad, todo sigue en dinámica constante a mi alrededor, nada se detiene, el tiempo siempre ganándome la delantera como en un maratón en el instante justamente previo a la entrada al estadio, en la rampa, previa al túnel, donde ya se asoman los gritos del público enardecido en su Coliseo Romano en su Plaza de Toros en su Templo Católico, en su Mezquita y su Sinagoga. Yo el Judío, yo el Israelita, yo el palestino, yo el Mexicano, yo el aficionado a la vida pero nunca un profesional de ella, nunca un hombre dedicado a ella, nunca Hombre, quizá niño, un día quizá adolescente, no nato, no nada no yo yo el Católico, yo el exiliado, el ilegal, el trastornado, yo la patología, yo La Palabra, yo El Cristo, yo El Dios, yo el exhombre, yo la exHistoria, YO, Solo.
Solo.
Sentado.
En el plástico.
En el vinil
Del metro y el microbús.
Respirando.
Provocando mi propio desprecio, mi propio destino y mi propia última y definitiva respuesta.
Sentado.
En el cristal, bao, curiosamente.  En las manos, sudor, curiosamente. En la nariz, mocos, curiosamente. Lloraría, pero mas bien sonrío cuando un niño, recién nacido, sonríe a su vez en el momento justo en que su padre besa a su madre.
Sonrío.
Un hombre solo, más de setenta años, como papá al que curiosamente recuerdo hoy, ya en sus últimos días, cantando frente a la previa caída desde la última ventana que mamá atravesó con su gesto para despreciarlo el día en que se fue.