martes, 8 de abril de 2014

Memoria y cinemática

Nuestra mayor fuente de energía potencial, es el pensamiento.
La memoria, ocupa un alto porcentaje de la actividad de nuestro pensamiento: ya la nostalgia, ya el comportamiento cotidiano con base en lo aprendido.
Existe además, una especie de energía cinética en perpetuo conflicto de aceleración y desaceleración y casi nunca de reposo: el ejercicio mental que hace desplegar diversos estadíos a partir de la culpa.
La culpa como fuente de energía cinética.
La culpa como potencia.
La culpa como desgaste.
¿Se trata de una culpa religiosa, histórica, cultural; será más bien genética, el asomo del salto evolutivo del homo sapiens al homo sapiens sapiens -homo que sabe al homo que sabe que sabe-; conformante acaso de nuestro institno de supervivencia o el irreductible precio de la consciencia?
Se dice que la culpa se aprende. Se dice que es el efecto de arrepentimiento ante un hecho consumado y por tanto irremediable. Se dice que es una especie de transferencia de responsabilidad. 
¿Existe además la relación proporcional en función del miedo?: ¿A mayor temor a las posibles consecuencias coercitivas -no únicamente-, mayor culpa?
O, ¿se tratará acaso del miedo -instinto desarrollado capaz de emitir alerta en forma de adrenalina o parálisis, frente a lo potencial de un peligro acechante-, del auténtico motor - continente de energía potencial- en esta cinemática de la culpa?
Y distingamos, uno sería el temor a las consecuencias probables.
Otro el temor tanto a los efectos coercitivos como a las consecuencias posibles, derivadas de lo ideático y en ese sentido, cierta transferencia de responsabilidad (el intento de cargar con todo efecto de nuestros actos, pese a su irremediable condición en tanto sucedidos).
La elocuencia del inspirado autor del Génesis, supo con provebial eficacia -desde cierto ángulo, casi poética incluso-, asentar que se nace irremediablemente con un distintivo signo de culpa en el organismo. Que cargamos con la culpa producto de la desobediencia de nuestros primeros padres -para el inspirado, la primera pareja de homo sapiens sapiens-. Que dios no perdona sino hasta que se ha expiado con sudor y sangre, precisamente la culpa. Para los menos creyentes, se trató de las palabras del inspirado, de un medio para una pacífica cohesión social y su consecuente obediencia. Para el hombre de fe, del principio del sentido mismo de la existencia: sin culpa, la existencia se vería al menos, extraviada de sentido.
Culpa sí, pues, pero ¿ante qué o quién?
¿Ante uno mismo?
¿Ante el depositario de nuestras acciones?
¿Ante dios?
¿Ante Satanás?
Porque convengamos: no es la culpa privativa de ámbitos religiosos fundamentalistas.
Tampoco únicamente resquicio de la vergüenza.
La psicología y su amplio abanico terapéutico han hecho por intentar descifrar algún origen en pos de la extirpación de la culpa.
Esa culpa primigenia y las subsecuentes.
Esa potencia que incita a una inevitable energía potencial -cinética-.
Energía desplegada en la memoria, en el ejercicio de hacer persistente al recuerdo de la imperdonable acción. La memoria que se obstina y se afana en mantener vivo el suceso, recrearlo, posibilitar el imaginario de las consecuencias -desproporcionadas en tanto una parte, experiencia del depositario (por así nombrarlo); ideáticas en tanto muchas veces imaginaria tanto el flagelar como sus inquisidores-.
Así, ¿hacia qué territorio habría de ser transferida la culpa o dicho de otro modo, cómo podría esa energía potencial hacerse cinética pura, movimiento, desplazamiento, trabajo, acción física?
Ya Tadeusz Kantor vislumbró a la escena como el altar mismo para la memoria -es decir, la plancha sobre la cual, será de algún modo, desangrada como un cordero, ofrendada como un macho cabrío, descorazonada como una doncella, la memoria-.
Ya la máquina, el desmembramiento -interior y exterior-, o los objetos, harían las partes de dagas y braseros en la obra para la que Tadeusz, fue enfático: su propio cuerpo habrían de dar molde a éstos.
Ya en su Teatro, el furor orgánico como premisa conseguía dar forma a la palpitante víctima de cada actor y de Kantor mismo: su memoria. Furor orgánico hecho movimiento y repetición, mecánica, cinemática. Una poética del engrane.
Ahora, ¿habrán contenido esas maderas, esos maniquíes, esas telas, esa mixtura de materiales, aglutinantes, sepias y escalas de grises, esas ruedas y esos rústicos monumentos a la cinemática; precisamente los escombros, los residuos, las huellas, los moldes, los resquicios de la memoria a ser sacrificada durante la acción escénica?
¿En que momento el material, intervenido por la energía del homo sapiens sapiens, animada y en todo caso habilitada de lenguaje, da paso a la memoria para desplazarse al terreno del sacrificio y en consecuencia de la metáfora o la poiesis?
Aún cuando el escenario ha sido desde lo inmemorial, altar; no estará de más, al menos en nuestro Teatro, un intento por el degollamiento de la memoria de la culpa de cada culpa.
Un desangrarse que sea movimiento, acción física y que en tanto organismos en desgaste, consigan mirar de frente y a los ojos, al miedo mismo y entregarse a sus fauces: Jacob mismo luchando contra el ángel.

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