martes, 4 de octubre de 2011

BUENOS AIRES Parte II



Nuria y Amador/ Amsterdam
Ahí, con la palma abierta y entreabiertos sus labios: ahí la imperceptible, que con la insolencia de quien se disuelve en el medio exterior, adquiere su piel las propiedades de la del camaleón; ella, un reptil palpitante, contenida tras los barrotes de sus instintos; ella, al centro, en esa nada que es un café deshabitado y chic, aséptico, minimal, ausente del sustrato de las contrariedades de parroquianos inexistentes. Ella, Nuria. Ella, cuya mirada no enfoca al vaivén de los transeúntes, sino a lo diminuto del gesto de la hoja de un árbol o a la angustia en la mirada de una hormiga extraviada bajo la hoja palpitante. Esos sentidos agudizados hace poco más de un año, quizá apenas cumplidos los trece o catorce meses; desde el día en el que, él, el predador, el chacal, Amador; se fue. Los minutos, que desconocen de las dimensiones o magnitudes del acontecer de los humanos, transcurren en contraste con la frecuencia de su pulso; ella, Nuria, aguarda, en una solitaria mesa de este café, como un animal herido y acechante, acaso el último sobreviviente cercado ya por los cazadores o la manada de leonas.
Al siguiente segundo, ahí, a lo lejos y entre el vaivén de esa calle de piedra húmeda de Amsterdam, él, el traidor, la amenaza; moviéndose disimulado y ausente, disuelto entre el oleaje de la prisa desorientada de la multitud. Él también pensó que las líneas del adoquín habrían de estar más cercanas entre sí, y también pensó que hubiera sido mejor no llegar a pie, sino en los restos de la XT 500, incluso por mar -convino-, y que quizá ella, no estaría ahí como puntualizó en su mensaje de facebook. Porque el inmediato anterior fue enviado diez meses atrás. Y en él ella, Nuria, le hacía saber de la convicción de sus intenciones acerca de exterminar de él, hasta el último rastro, y ello incluía su adhesión a la agenda electrónica de su celular, de sus contactos o “amigos” del facebook y por supuesto, cualquier asomo o intento de comunicación. Él, en los días de ese penúltimo mensaje, podía sólo responder con el silencio. Silencios largos y sin embargo emitidos con toda potencia, con toda su fuerza vital, ya vía electrónica, ya sobre cientos de hojas vacías. Porque Amador, se propuso escribir. Más son éstas, quizá, sus primeras letras, éstas, las que pronto serán arrasadas.
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No tengo nada qué escribir. Mucho menos, qué decir. Porque por aquí, han sido quizá los amigos: un gato diminuto, alguna ardilla que se atreve por las ramas que rozan la ventana; quienes han conseguido apenas, interrumpir lo infranqueable: esa especie de esperada contracorriente y en cuyo flujo, se mezclan disueltos los escombros de todos esos días –estos días-: fragmentos de alguna granada estallada, los restos del marco de alguna fotografía dichosa, el color ámbar de una noche acariciando con los labios su mejilla; el canto de los osos marinos y el suspiro de dos pingüinos; fragmentos del recubrimiento de una pared, madera y vidrios esparcidos y como condimento, atraviesa perezosa una araña que me mira sin detenerse, lanzándome una sonrisa que no alcanzo a cachar. Y luego por los labios, ha de haber el recodo cada uno de los escombros, y de cada uno de esos días, y cada una de sus horas y de cada uno de sus segundos. Y es tan poco lo que se sabe, porque los comisionados que en el desierto avistaron el primer estallido del proyecto Manhattan, saben que lo único posible después de él, es la ceguera. Ya sé que veré entreabierta tu mano, y que tus ojos mitad de loba, mitad de océano visto desde el fondo; llegarán a sonreír. Y se ya, que entornarás brevemente y hacia un costado el rostro, como para mirarme en un perfil no consumado. Y que entonces a mis ojos acudirá una fragilidad inevitable, de la que tú querrás escuchar que todo ha pasado. Pero ambos sabremos, apenas sosteniéndonos por los codos o la buhardilla que supone el descanso de tu barbilla en mi hombro; que en efecto ha todo pasado, que nada ha quedado, y que sin embargo, de pasar, no ha cesado.
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Y esos canales de los que Nuria sólo recordaba a las ratas nadando en ellos, y algunas casas flotantes. Y esas construcciones disecadas. Y esa permanente confección de diques, esa decidida y centenaria lucha contra el océano. Y esos millares de bicicletas formados a las orillas de la avenidas. Y ahí, en el centro, a unas cuadras de cualquier coffee shop, el aséptico café y de comensales desprovisto. Y la multitud mezclada con los vagabundos varados en la mota o el hachís.
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Ellos dos se miraron, no hablaron, no se llamaron por su nombre siquiera. Simplemente, el acudió a la mirada de ella y ella le vio venir y le esperó, y toda su furia, en un instante, debió verse desvanecida, sólo por un segundo para al siguiente, volver con mayor fuerza, más lo por meses sangrante, le arrancó las fuerzas y se lanzó a sus brazos. Porque ante todo, sabía ella, que antes que nada, que antes que incluso matarlo, necesitaría el refugio de sus brazos. Su Beirut o su frontera norte particulares, su Saigón o su Ciudad Juárez íntimos, su Afganistán, su Bosnia, su vuelta a Nagasaki. Ahí, en medio de esos dos cuerpos, las huellas de la radiación y sin embargo, ellos dos, él y ella, ella y él; Nuria y Amador, se abrazaban, aferrándose el uno del otro y el otro al uno, como dos animales que se hunden y sólo pueden advertir en el rostro del otro, como es que la muerte va haciéndose presente conforme se pierden en la quietud del pantano o la espesura de la ciénega.

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