sábado, 23 de julio de 2011

Una duela que crujía

Cuando a lo más, mientras escuchaba su voz, se giraba él hacia el costado derecho, la mirada desplegada sobre el techo y los brazos sueltos, el torso desprotegido no como usualmente -siempre alguna defensa, siempre un mínimo de alerta- y el viaje que de ida y vuelta, da inicio y término en breves segundos: al anillo de meteoritos entre Marte y la Tierra, a un geyser en Islandia, al fondo de un huracán en el Pacífico, y específicamente hoy, a conversaciones íntimas mientras escucha aún su voz. Tal vez habla de un largo día con el sinnúmero de desconocidos, quizá se trata de los últimos sucesos, en algún momento, creyó escuchar acerca de la venta nocturna para proveer de sonrisas cierta parte de la ciudad. Más en su íntima conversación, ha de persistir con certeza, esa pregunta agotada, a la que hoy, curiosamente, cree reconocer recorriendo ése pasillo adosado al muro interior de cierto edificio en el borde de la colonia Condesa, la calle de Choapan, a una cuadra de Patriotismo. Ahí, en ese departamento que crujía y olía a mil batallas en las que debió omitirse retirar los cadáveres; ese departamentito humilde: un pasillo de entrada y de inmediato, al lado derecho un baño en el que había cubetas para suplir el mecanismo de suelta de agua, a la izquierda la primera recámara, donde dormía su abuelita con su esposo al que siempre consideró abuelito; seguía otra recámara, de más antigüedad provista y un espejo y un armario o clóset de los que se sobreponen y tienen cajones y son de madera a prueba de la rudeza de la humedad y el tiempo; se abría luego la estancia, grande o para ese entonces, inmensa: una sala con una tele de las que todavía al apagarse, extinguían su imagen de manera concéntrica, hacia un diminuto punto de luz al centro del cinescopio, a la derecha, y todo ello sobre duela crujiente, un librero horizontal a donde al llegar, su deseo de desparramaba hacia unos juguetes sin dueño o quizá de su abuelito, quizá de muchos o de nadie: caballos, un cañón, un indio, el llanero solitario, un vehículo como carreta. Más allá, el comedor, en el que le ilusionaba cenar pan de dulce que el abuelito solía comprar en "La espiga"; luego, la cocina que olía a orines de gato y entonces, el pasillo adosado al muro interior del edificio. Un pasillo de solera, de acero, tembloroso y ruidoso. Por ahí, contando él con diecisiete años, con una boinita de los años 20´s echada de lado sobre la frente y un pantalón ajustado y botas; mirando a su abuelita preparar sus infaltables frijoles, llegó a preguntarse, ¿quién soy ahora?. Ida y vuelta en pocos segundos. Viaje cuántico a la recurrencia y a lo curjiente, porque todo, absolutamente todo, cruje. Pasé algunas tardes ahí -consigue ya en el recorrido de vuelta, recordar aún-, mi abuelita me recibía, me decía "señor torero", tenía el cabello completamente blanco, un día la vi morir frente a mí, en paz.
A lo más, un girar sobre el costado y todavía con esa voz flotando en el que se supondría, es el mismo espacio y tiempo -porque no se sabe a dónde se encuentra en realidad el escucha, y es probable, que en horas bajas como las que este tiempo extraviado atraviesa; se halle a años luz -porque aunque es competencia de las materias de la física y la cuántica, podemos asegurar aquí, en estas torpes letras, que el pensamiento y más aún, el crujir del corazón, rompe incluso, la magnitud año luz-.
A lo más, la mirada desplegada en el techo, que cruje también.

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